Los agoreros de nuestro Govern balear nos avisan, ¡el que avisa no es traidor!, de que lo peor todavía está por llegar. Las cifras del paro recién publicadas correspondientes al mes noviembre nos confirman los malos augurios, continuando presente la tasa del 40 por ciento de paro juvenil, mientras sólo un 22 por ciento de los ciudadanos sin trabajo tienen esperanza de recuperarlo en un tiempo prudencial. Sin olvidar la situación de gran parte de nuestro tejido productivo, especialmente las pimes, sin acceso al crédito de las entidades financieras. Más aún, los dioses del olimpo económico, disfrazados de nobles tecnócratas, nos anuncian síntomas de recesión incluso en los países "ricos" como Alemania.

Lo grave y grotesco es que los ciudadanos y ciudadanas, sus familias, anónimos pero con ojos y cara, no comprenden el porqué de su situación, y especialmente no perciben cuál y cómo puede ser la salida del túnel. Sufrimos todos, unos más que otros, las consecuencias de una grave enfermedad llamada crisis. Los médicos no acaban de acertar en su diagnóstico y en consecuencia no saben qué medicinas aplicarnos para que podamos recuperar un cierto bienestar, aunque no signifique regresar a los tiempos de los cuentos de hadas. La falta de esperanza puede ser, y es, lo peor de la enfermedad de la crisis.

Mientras se nos piden sacrificios, vemos y sufrimos como nuestros eminentes doctores se refieren al peso insostenible de la deuda soberana (que nos suena a Urdangarín), la prima de riesgo (que nos recuerda a una parienta desconocida), o a la bolsa (que se asemeja a una montaña rusa). Se nos garantiza que las medidas de austeridad, concretadas en recortes en la prestación de servicios básicos y otras lindezas, repercutirán en la mejora de la deuda, de las bolsas y sus entornos. Se nos insiste, con ocasión y sin ella, que tales medidas son imprescindibles para salvar a España, Italia, Grecia… Europa. Y se nos asegura que, cuando esto ocurra, volverá a reactivarse la economía, la creación de empleo, la mejora del consumo interno… Pero, al menos hasta hoy, las duras medidas de austeridad no han servido para controlar la deuda al albur de los mercados, ni para serenar la bolsa, ni para reactivar la economía, y mucho menos para la creación de puestos de trabajo.

Sin duda todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. En consecuencia son urgentes medidas públicas y privadas de austeridad. Pero sólo la austeridad no nos ayudará a salir del pozo. Si no queremos declararnos en quiebra personal, familiar y colectiva, es imprescindible tener criterio y coherencia en la aplicación de los tijeretazos, dejando siempre una espita controlada de aire para no morir simplemente ahogados en el fondo del pozo. La austeridad, las medidas de reducción del déficit público son (o deberían ser) no un fin en sí mismo sino medios eficaces de reactivación económica y creación de empleo. Hoy por hoy, no es así.

Ante tal maremagnum el ciudadano se siente como mínimo desamparado, ante déspotas ilustrados (¡frecuentemente sin ilustrar!). Es más, tales gobernantes han conseguido lo más difícil y preocupante: meter miedo en el cuerpo social. Frente al miedo, la pócima (?) que suele aplicarse, aunque con todas las garantías de fracaso, es el sálvese quien pueda. Y una de sus consecuencias es que los gobernantes de turno, creyendo que las mayorías absolutas les conceden carta blanca, se sienten con manos libres para tomar decisiones demagógicas que pueden hipotecar nuestro futuro. Basta leer, un día sí y otro también, las páginas de nuestros medios locales de comunicación. Más aún, se está consiguiendo que vayamos renunciando a nuestros derechos ciudadanos, para convertirnos en simples súbditos. Hoy el que tiene un trabajo, aunque sea de aluvión y mal pagado, debe considerarse un privilegiado. La familia que tiene escolarizados a sus hijos en un centro público, aunque sea deficitario en medios y personal, no debe quejarse porque en definitiva tal servicio es gratuito. Podríamos seguir.

La crisis que padecemos, también aquí en Balears, no sólo es económica. Nos jugamos, además de unas cotas razonables de bienestar, un modelo de convivencia (?) que no podemos basar en la confrontación, en la ley de la selva, en la intolerancia… No deberíamos renunciar, aunque no resulte fácil, a una convivencia democrática fundamentada en nuestros derechos y deberes, en una igualdad real de todos los ciudadanos ante la ley y en una igualdad de oportunidades, donde la tolerancia sea la norma.

Con los trancazos que se nos vienen encima, algunos podrán considerar estas líneas fruto de desvaríos cuasi seniles. Puede que sí, pero también puede que no.