Uno observa al Rey deambulando entre bólidos del brazo de jeques multimillonarios y no puede dejar de preguntarse: ¿qué negocios no le habrán ofrecido ayer a este hombre entre plato y plato de la cena? Don Juan Carlos llegó a la Jefatura del Estado tras pasar las de Caín los primeros treinta años de su vida. Siempre he pensado que ese exilio familiar, la imagen de frustración de su padre y la traumática renuncia de éste a sus derechos sucesorios tuvieron que marcar de forma indeleble su visión del ejercicio del poder desde la institución monárquica. Dicho de otro modo, conocer de primera mano el frío que hacía fuera le ha obligado a cuidar especialmente el cerramiento de puertas y ventanas en la Zarzuela. Esta actitud, unida a una indudable simpatía personal y a unas estrategias de comunicación con más aciertos que errores, le han permitido no solo sobrevivir, sino mantener unos índices de popularidad sorprendentes en un país sin una tradición monárquica consolidada y con una capacidad acreditada en los dos últimos siglos para hacer tambalear periódicamente cualquier arquitectura institucional.

El Rey tuvo su momento de la verdad la noche del fallido golpe de Estado. Acertó de lleno, y a partir de entonces ha ido lidiando con bastante astucia y mano izquierda lo que se le ha ido poniendo por delante. En contra de la opinión de muchos, sostengo que las cuitas sentimentales de sus hijos difícilmente llegarán a poner en peligro la monarquía en España. Mal que les pese a los tradicionalistas, un divorcio o un cónyuge plebeyo no atacan por si mismos la esencia de la institución a los ojos de una mayoría de súbditos. Por increíble que les parezca a algunos, como no nos podemos parecer a ellos, preferimos que ellos se parezcan un poco a nosotros: los queremos próximos, carnales, con debilidades y capaces de sufrir por amor. O sea, que Eva Sannum no hubiera traído la república a España. Y la potencia comunicadora mal dirigida de Letizia Ortiz no terminará aplastando al príncipe de Asturias mientras éste la siga mirando arrobado, aunque genere inquietudes en el entorno del Rey.

Pero el dinero es otra cosa. La figura de don Juan Carlos estuvo por primera vez en cuestión cuando los tejemanejes y las amistades peligrosas lo acercaron al precipicio de la opinión pública con sus líos financieros. Y para mí que aprendió la lección y nunca olvidó aquel susto. Sólo así se explica que obligara a la Infanta Elena a cerrar una guardería de niños imponiendo la máxima "trabajo sí, negocios no" en la Familia Real. La clausura de tan tierna empresa filial constituye el contrapunto perfecto para imaginar el soberano cabreo al enterarse hace dos años de las andanzas mercantiles de su yerno favorito. Al margen de lo que dicte la justicia, lo de don Iñaki tiene un aspecto feote, mostrenco, de imposible encaje estético dentro del sutil cuadro de equilibrios que representa la monarquía en una democracia parlamentaria. Los privilegios se admiten porque también existen servidumbres y rayas rojas infranqueables, y este asunto de facturas cósmicas, informes vacuos y paraísos fiscales es de una tosquedad espantosa que supera todo lo relacionado hasta hoy con la Familia Real. Por desgracia, no parece que el castillo de fuegos artificiales haya terminado, así que nadie se mueve aún en espera de la traca final. El Rey sabe que hay quienes llevan años esperándole agazapados, atentos al tropezón para apretar el gatillo del berbiquí con el que empezar a barrenar los cimientos del Palacio Real. Como la operación Babel no tiene pinta de acabar en quemadura leve, sino en abrasión total, el cortafuegos en torno al monarca no se va a poder cerrar apelando a una "actividad privada del señor Urdangarín". Descartada como parece la posibilidad de un divorcio, el Rey sólo saldrá indemne de esta historia si el duque de Palma acepta devolver todo o la mayor parte del dinero facturado a entidades públicas antes que se pronuncien los tribunales de Justicia. De ese modo todo el mundo entendería que es el Rey quien juzga a quien traiciona su confianza.