El sábado por la tarde, después de un agradable almuerzo familiar, me fui a ver el Tintín de Spielberg. No digo mal: Tintín de Spielberg, que no, exactamente, de Hergé. Había comido unas deliciosas croquetas de espinacas y gambas y un tártaro de ternera con foie. Había bebido cuatro o cinco copas de un rioja ligero y no había tomado postre, que luego ataca a traición. Estaba, digamos, satisfecho y en paz, positivamente obnubilado. Estaba incluso en paz con Spielberg por haberse atrevido a tocar lo intocable. No sé si era el momento de ir al cine, pero no era mal momento para ver una película que, de antemano, sólo me había producido escepticismo y cierta irritación. La compañía y la comida me habían hecho deponer las armas; por tanto la propensión a una posible injusticia crítica estaba anestesiada, neutralizada, fané. Efectivamente era el momento; yo aún diría más: era el momento.

Me senté en la sala y empezó la escena del mercado callejero que abre El secreto del Unicornio. Bien ambientado, alegre y muy francés, tal como entienden los americanos a los franceses, se llamen Woody Allen en Midnight in Paris, o Stanley Donen en Charada. Hasta aquí, bien, ya que uno piensa que Bélgica y Francia son a veces lo mismo. La primera concesión fue, ya de entrada, un cameo de Hergé dibujando a Tintín en la calle: ¿homenaje al maestro o guiño para camelarse a los tintinófilos? Homenaje sincero no podía ser, porque Spielberg no leyó a Tintín siendo niño y se lo descubrieron cuando ya había cumplido los 40: todo homenaje sería coyuntural y aprovechado. Y lo del guiño podría habérselo evitado: me extrañaría que algún tintinófilo de verdad picara. Pero bueno, podía pasar y quizá le habría gustado a Hergé. Aunque algo raro percibí ahí al fondo desde el principio. Algo denso, como de plastilina, flotando en el ambiente, que desdecía de uno de los principales rasgos artísticos de Hergé: lo que ha venido en llamarse línea clara. Tuve la sensación —y eso que la escena urbana me gustaba— de estar ante el híbrido de un baile de disfraces motivo Tintín y aquellas películas checas de animación que se hicieron antes de la caída del Muro. La tuve todo el tiempo que la cámara deambuló por el mercado: ´algo no va bien´, pensé. Para luego contraatacarme: ´no te pongas estupendo y atiende a la pantalla´. Me gustó entonces el piso de Tintín y en eso estaba pensando cuando la persecución entre Milú y un gato empezó a marcar el tono general de la película. Un tono, dicho sea de paso y cuanto antes, insoportable. Trepidante, abracadabrante, estrepitoso y cabreante. Pero sobre todo, completamente ajeno al espíritu que destilan los álbumes de Tintín. Lo dijo Jordá hace unas semanas: el tiempo de antes y el tiempo de hoy. Sus ritmos, tan opuestos.

En fin, que ni la buena voluntad, ni el rioja, ni el tártaro, ni las croquetillas de espinacas con gambas. Poco a poco fui electrizándome en la butaca y maldiciendo la hora en que me había comprometido a ver la película y a escribir luego sobre ella. Y eso que hubo más cosas que me gustaron y no poco: los muelles, por ejemplo, que son formidables (después los estropea, ya volveré); la casa del funcionario Celestino Panza y su colección de carteras robadas (de una confortabilidad muy Hergé); la inmejorable caracterización de Allan, el malvado contramaestre; la curiosa (e inventada) ciudad que gobierna Omar Ben Salaad, muy tangerina; o el ´Karaboudjan´, que siempre será maravilloso. Pero hasta aquí puedo leer: lo demás fue un desastre. La coyunda entre El Cangrejo de las Pinzas de Oro y El Secreto del Unicornio es un pecado nefando y contra natura (una cosa son las aventuras llamémosles orientales y otra las europeas). La representación de Moulinsart en plan Casa Usher es patética, además de esmirriada y vulgar. Moulinsart, abandonado o no, es un delicioso chateau que nada tiene que ver con la casucha del cuento de la bruja que nos vende Spielberg. Ya no hablemos de la eliminación de unos personajes —los hermanos Pájaro— que son uno de los grandes hallazgos de Hergé en su relación con el arte y el anticuariado. Pues, zas: ni aparecen, ni existen, ni se les ve, aunque a ellos sí se les esperara: son una de las claves de El Secreto del Unicornio. Y qué me dicen del vocabulario del capitán, ese prodigio de la naturaleza comparable a las cataratas del Niágara y del Iguazú: ni una sola vez —ni una: leen bien— exclama ´bachibuzuc´; ni una. Y tampoco ´ectoplasma´. Algún ´mil rayos y truenos´ y poco más. A no ser que me durmiera de aburrimiento, que con tanto ruido —la película es ruidosísima— me extrañaría haberlo logrado.

Pero donde ya la cosa alcanza grados de sarpullido es en dos momentos que son un delirio spielbergiano: la actuación de La Castafiore en el palacio de Omar Ben Salaad —entre las 1001 noches y la guerra de las galaxias— y la pelea de grúas en el muelle. De la primera nada diré: no acostumbro a insultar a las señoras y La Castafiore, para mí, siempre ha sido una señora. Ahora bien; ese combate en los muelles —pifiando su extraordinaria recreación, una de las mejores cosas del film— parece como de Mazinger-Z y resulta patético, insultante y felón. Menudo desastre. Pero no me malinterpreten: ya sé que de un libro que nos gustó, rara vez suele gustarnos su adaptación cinematográfica. Pero es que esto es otra cosa: como mentar, casi, a la madre de Hergé. Qué bárbaro es el tío, qué zangolotino y percebe; qué poco ha entendido del asunto. En fin, que Europa se estará desmoronando pero lo que representa Spielberg es la hecatombe.

Al acabar, mientras los pequeños infantes a los que sus padres habían llevado al cine aplaudían aquí y allá, yo salí de la sala como si me hubiera pasado un tren por encima. Di gracias por haber nacido a mitad de los 50 y pensé (mientras daba gracias también porque mis hijos son ya mayores y han conocido a Hergé como debían) que esos niños, los que veía en la sala, aunque no lleguen a saberlo jamás, ya nunca podrían disfrutar del verdadero Tintín. El mago Spielberg acababa de impedírselo con tan apabullante maleficio. Como para pedir daños y perjuicios.