En este perfecto caldo de cultivo para el pesimismo, han proliferado los teóricos del hundimiento europeo. Partiendo del ascenso del resto (the rise of the rest, que decía Fayed Zakaria), esa inexorable emergencia económica y demográfica de las potencias del mundo en desarrollo, y apoyándose en la crudeza de los efectos de la crisis en Europa, muchos mantienen un discurso determinista según el cual la Unión, presa de una decadencia irreversible, atrapada en un juego de suma cero malthusiano, no puede sino admirar y temer el crecimiento de China, de la India o de Brasil. De hecho, resulta tan tentador en este siglo XXI presentar a Europa como un museo, tan recurrente el espíritu derrotista, que parece necesario contraponer a ello algunos argumentos.

La Unión Europea es el primer proyecto de integración política transnacional de la historia que, sobre la base del interés común, ha generado un marco de prosperidad interdependiente que desincentiva el conflicto, un auténtico instrumento para la paz. Sesenta años de paz en Europa. En la cuna de la Razón de Estado y del equilibrio de poder, en el escenario de las dos mayores guerras de la historia, donde el fratricidio había arrasado con todo rastro del mundo de ayer, de la noche a la mañana, los europeos construyeron un sistema nuevo que, a partir del intercambio de carbón y acero, se ha convertido en un cauce de representación política supranacional, con un ordenamiento jurídico propio e instituciones con auténticas competencias. Parag Khanna, en "El segundo mundo", describe la Unión como el primer imperio de la historia al que los pueblos se someten voluntariamente modificando sus leyes, adaptando sus sistemas políticos y asumiendo como propios sus valores. "La UE no impone, la UE disciplina". Para ser más claro, quizá deba caerse en la obviedad de recordar nuestra magnitud real: la UE goza del mayor PIB del mundo, es la mayor potencia comercial y el primer donante de ayuda al desarrollo del planeta y dispone de dos de los cinco asientos permanentes en el Consejo de Seguridad. Nuestras sociedades muestran los mayores índices de desarrollo, la mayor esperanza de vida y los mejores sistemas educativos y sanitarios.

Cuando, en 1871, Víctor Hugo, en su célebre discurso ante la asamblea francesa, apeló a la creación de los Estados Unidos de Europa, el prohombre romántico no era siquiera capaz de intuir el eco que sus palabras provocarían en los muros de la historia. Tampoco Winston Churchill, en 1946, al reivindicar de nuevo esa idea en la Universidad de Zurich, podía concebir la trascendencia histórica del después denominado proceso de integración europea. Decía el primer ministro británico que la solución era "volver a crear la familia europea, o al menos todo lo que se pueda de ella, y dotarla de una estructura bajo la cual pueda vivir en paz, seguridad y libertad". Algo más de medio siglo después de aquellas palabras, no existe riesgo alguno al afirmar que cualquier expectativa ha sido ampliamente superada: la Unión Europea es, sin duda, el proyecto político, económico y social supranacional más revolucionario y exitoso que jamás haya existido.

Dicho esto, el proyecto europeo atraviesa uno de los momentos más complejos de su historia. No sólo la unión monetaria se ha puesto en tela de juicio, también el espacio Schengen y la política exterior común, los grandes avances de las últimas décadas, parecen hoy estar en crisis. Ad intra, las dilaciones derivadas de la puesta en funcionamiento del Tratado de Lisboa, la dificultad de alcanzar soluciones satisfactorias a 27 o la metaburocratización que provoca Bruselas constituyen los mayores desafíos. Ad extra, el principal objetivo reside en conseguir articular una acción integrada entre política exterior, cooperación al desarrollo y relaciones comerciales, actuando como un verdadero actor global.

Del mismo modo que el persa Zaratustra, padre de la moral, es el encargado de revelar el ocaso de ésta en la obra de Nietzsche, Europa, cuna del Estado moderno, debe superar la propia noción de Estado, medio milenio después de su aparición. Los Estados miembros participan desde 1957 de un proyecto de integración que constituye una cesión de soberanía progresiva e irreversible, un modelo sin precedentes. Pensar que la salida de Grecia del euro derriba el edificio pacientemente construido desde el Tratado de Roma hasta el de Lisboa y que en adelante los Estados europeos volverán al equilibrio de poder bismarckiano es simplemente absurdo. Para comprender la necesidad de avanzar en la integración y no diluirnos en la insignificancia de la fragmentación estatal, sirve recordar la conversación de Mao Zedong con Palmiro Togliatti, el que fuera secretario general del partido comunista italiano. Al ser preguntado por las consecuencias de un posible holocausto nuclear, el dictador chino respondió que comprendía la preocupación del dirigente italiano, pues seguramente ninguno de sus compatriotas sobreviviría, pero que, sin duda, algunos cientos de millones de chinos bastarían para reconstruir la humanidad. En otras palabras, Europa, esa península de Asia, sólo goza del poder geopolítico descrito si lo ejerce unida.

Por ello, en medio de tanto pesimismo, frustración y desencanto, merece la pena reivindicar los valores europeos: la solidaridad y la cohesión, la igualdad de oportunidades y la lucha contra cualquier forma de discriminación. Sería triste olvidar que la historia de la Unión Europea avanza al hilo de sus crisis y de las soluciones a éstas, en las que la profundización en la integración ha sido el Leitmotiv imperecedero. Por ello, en pro de la decaída unidad europea, contra los que auguran el fin del sueño de Víctor Hugo, Churchill, Monnet y tantos otros, evoco aquí las optimistas palabras de Walter Hallstein, el primer presidente de la Comisión: "quien no cree en milagros en asuntos europeos no es realista".

(*) Diplomático