Las campañas electorales deberían servir teóricamente para animar a la ciudadanía a votar, estimulando su sentido cívico del deber, y para dar a conocer al electorado los programas de las diversas opciones partidarias que compiten en la pugna por conquistar el poder.

El primer fin ha decaído hace tiempo: desde que Tierno Galván afirmó con cinismo que los programas electorales se escriben para no ser cumplidos, el escepticismo de la sociedad civil es la norma. Los electores ya saben que las campañas son operaciones de marketing en que la verdad y la ética son valores secundarios; los partidos emiten sus mensajes prefabricados, sin que los periodistas ni los medios tengan oportunidad de introducir elementos subjetivos; y se recurre al eufemismo para ocultar cuanto pueda herir al espectador. Parafraseando a Ortega en su libro sobre Mirabeau, aquí nadie tiene el coraje de ser impopular.

Por la información gubernamental, Rubalcaba, un político de fuste con larga experiencia, probablemente el personaje más políticamente atractivo de esta hora, no acierta en el ejercicio de seducción que se espera de él. Ha enjaretado un programa electoral apreciable -150 folios- pero apenas se han destacado en público los rasgos más llamativamente socialdemócratas, probablemente para intentar recuperar a los electores de izquierda que han desertado del PSOE por las políticas de ajuste impuestas a la fuerza por Rodríguez Zapatero. No es fácil en todo caso construir un discurso verosímil desde la condición absoluta de no favorito –las encuestas, ya se sabe, niegan a Rubalcaba toda posibilidad de ganar-, ni es simple desmarcarse de la ejecutoria del gobierno del que él mismo ha formado parte activa hasta ayer mismo, como quien dice.

El PP dilata cuanto puede, más de lo conveniente sin duda, la exhibición de su programa completo, y apenas se conocen retazos sueltos y por lo tanto inexpresivos. Con toda evidencia, Rajoy trata de no ser muy explícito en el enunciado de las durísimas medidas que habrá de implementar si gobierna, como parece ya seguro. Pero sus adláteres traicionan esta discreción: los empresarios acaban de enunciar su programa máximo –copago en los servicios públicos, reforma laboral hasta prácticamente el despido libre-, y círculos cercanos hablan ya de un recorte de 50.000 millones de euros. Rajoy debería intentar –todavía tiene tiempo- de dejar de ser el mal menor para convertirse en portador de una leve ilusión cuando menos para sus propios votantes.

Junto a ello, las minorías nacionalistas –CiU sobre todo– especulan con la conveniencia de que nadie obtenga mayoría absoluta para poder influir políticamente en las grandes decisiones y, por si caso y para cristalizar el voto, el candidato Duran, siempre dispuesto a hacer amigos fuera de Cataluña, ha publicado ya su decálogo de exigencias a quien quiera entrar en la subasta y se dedica a despotricar contra los parados andaluces para exacerbar un poco más el anticatalanismo rampante que ha derivado del infortunado proceso estatutario.

Si no hubiera ´indignados´ en la calle, este deprimente espectáculo serviría para crearlos a chorros.