Paz, piedad y perdón son las palabras que hay que repetir tras el anuncio del cese definitivo de la violencia terrorista. Paz para todos, piedad con las víctimas –o su correlato, la memoria histórica– y perdón mutuo, dentro del marco de la justicia. Es cierto que la paz, la piedad y el perdón son difíciles de conceder cuando la propia ETA, en su comunicado, sigue utilizando un discurso altanero y enloquecido en el que se olvida de los asesinados, cuya inocencia primera y fundamental es la base de cualquier posibilidad de reconciliación. Si algo hemos aprendido de las grandes matanzas del siglo XX – pienso en la Shoah o en el Gulag, por citar dos ejemplos –, es que la justicia se asienta en el reconocimiento del dolor inocente de las víctimas, en su papel de testigos incorruptibles, porque ellas son los únicas que pueden dar testimonio del horror. Esto supone que no vale pensar el presente como una ficción autónoma, como si el pasado no existiese o no proyectara una sombra, hipotecando el hogar que queremos construir. Resulta obvio que sólo cabe una democracia que perdona pero no una que se asiente sobre el olvido del terror, porque, si cada momento histórico es plenamente autónomo, ¿cómo sabemos que el horror, el asesinato o la tortura no se repetirán? La pregunta es, por tanto, moral y su respuesta exige un marco también moral.

El desafío ahora consiste en que, llegados a este punto, sepamos ganar la paz. Como ha demostrado Deirdre McCloskey, la retórica social es importante: hay ideas buenas y hay ideas malas, ideas que permiten trabajar por una sociedad más próspera y justa y otras que obstaculizan este camino. No es cierto que las naciones se forjen con ideas – o sólo con ideas -, pero tampoco pueden los pueblos vivir de espaldas a ellas, como si no importaran o fueran fácilmente sustituibles. El discurso de ETA y la posible victoria electoral de Amaiur prueban que, en muchos aspectos, la democracia española continúa siendo una realidad política moralmente débil o, más bien, insegura en muchos aspectos. El riesgo del olvido de las víctimas es un buen ejemplo de lo que digo y resultaría impensable en otros países y en otras culturas democráticas.

La gestión del proceso final de ETA le corresponderá al ganador de las próximas elecciones del 20-N. Sumidos en plena campaña electoral, lo que digan los partidos políticos tiene ahora mismo un valor relativo. Saben que han de contentar a las diferentes familias internas, a menudo con sensibilidades muy distintas. Luego – ya en 2012 - llegará el momento de la realpolitik, que no es sino la conciencia de una oportunidad histórica. Si es necesario – como han hecho en tantas otras ocasiones -, los partidos apartarán cualquier corriente maximalista. El PSOE ya lo llevó a cabo en su momento - con la marcha de Rosa Díez -; mientras que en el PP algunos han dejado la vida política (María San Gil) y a otros les han remitido a Europa (Jaime Mayor Oreja). En realidad, apenas me preocupa lo que se diga ahora, durante la campaña, como me preocupa poco la grandilocuencia mediática de los que acusan al PP o al PSOE de sumarse a la hoja de ruta de ETA. Me interesa, en cambio, mucho más el debate ideológico de la paz, una paz que no puede olvidar a las víctimas ni mutilar la memoria herida de una sociedad en el nombre de una ficción. Paz, piedad y perdón fueron las palabras que empleó Manuel Azaña en su famoso discurso barcelonés de 1938. En el País Vasco conservan hoy toda su vigencia.