La cumbre comunitaria de Bruselas ha parcheado una vez más la grave crisis financiera con medidas que forman parte de un tratamiento sintomático sin atacar el fondo de la enfermedad ni mucho menos velar por el estado general del paciente, que continúa adelgazando peligrosamente y podría decaer pronto en una nueva recesión.

La gran crisis global que estalló en 2007-2008 provocó en Europa, como es conocido, una crisis de deuda soberana, que comenzó en Grecia, se contagió a Portugal e irlanda y contaminó a varios países periféricos, Italia y España en particular. Se ha culpado de ello a los mercados pero no es justa esta atribución: los mercados descubrieron atónitos que, pese a la existencia de la Eurozona y de la moneda única, los estados miembros no estaban dispuestos a solidarizarse con las deudas públicas ajenas. Se desmoronaba así "la suposición implícita de que existía una garantía colectiva para la deuda soberana de cada país" de la Europa de euro, por utilizar las palabras utilizadas por el director de Fitch, David Riley, al explicar lo sucedido. Tal descubrimiento de los inversores generó la lógica vulnerabilidad de los valores concernidos. Y cada país tuvo que resignarse a ver como la deuda que emitía recibía una determinada valoración de los mercados y exigía determinada retribución, según el riesgo que implicaba su adquisición.

Pues bien: los diecisiete miembros de la Eurozona, en lugar de solucionar este problema supliendo estructuralmente las deficiencias de la Unión Económica y Monetaria (UEM) sobre la que se sostiene la moneda única, han optado por aplicar el referido tratamiento sintomático, que no resuelve el problema pero sí mitiga los síntomas, aunque en el fondo se agrave la enfermedad. En efecto, el deterioro de los bonos de deuda soberana ha afectado a los bancos que los tenían en cartera, y en lugar de fortalecer tales títulos de deuda y de devolverles la solvencia perdida, el Eurogrupo ha optado por la recapitalización de los bancos, una medida que, como es evidente y con independencia de cualquier otra consideración, inmoviliza recursos, los detrae del mercado de capitales, reduce por tanto el crédito y desincentiva la actividad económica.

La solución real del problema no era difícil de obtener: o se establecía una política económica, fiscal y presupuestaria común en el Eurogrupo –se adoptaban las características de una federación como la norteamericana, por ejemplo, en cuyo interior no caben los movimientos especulativos entre estados, como es natural-, o se optaba por convertir todos los bonos estatales en eurobonos, garantizados solidariamente por los diecisiete. Naturalmente, esta última solución hubiera requerido la previa adopción de medidas puntuales para resolver la quiebra griega.

Pero no: los diecisiete, con el mediocre directorio francoalemán a la cabeza, no han tenido ímpetu ni arrestos para adoptar estas decisiones definitivas, que requerirían una valiente interpretación de los Tratados y un liderazgo firme. Han preferido ir poniendo parches a la encarnadura dolorida de un enfermo que, pese a todo, continúa agonizando. Sin que se les pueda asegurar a los ciudadanos, todavía, que su malestar podrá concluir a plazo determinado. En menos de tanta incompetencia, la crisis durará décadas. Y nunca deseó uno más equivocarse.