Los obispos se han apresurado a entrar en campaña electoral. Lo han hecho a saco, sin las medias tintas que les caracterizan. Esta vez no. Andan optimistas, creen que, a punto de clausurarse la etapa socialista, van disfrutar de días de vino y rosas. Sus eminencias y sus ilustrísimas, en el encierro de la Conferencia Episcopal, han presentado su programa, dado a conocer por el obispo Martínez Camino, auxiliar del hombre que dispone del incontestable mando en plaza, el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, quien, desde las jornadas de la juventud, está todavía más crecido que de costumbre. Qué postula el programa electoral de la Iglesia católica española. Como siempre, ha elaborado un detallado catálogo de prohibiciones. Dice que no se puede votar a los partidos que sostienen el divorcio, el aborto y los matrimonios homosexuales. Solicita al ganador de las elecciones, a Mariano Rajoy (los prelados dan por descontado su triunfo, como todo el mundo), que derogue estas leyes basándose en lo que denomina "fundamentos prepolíticos", lo que, en su siempre rebuscado lenguaje, supone que determinadas leyes (las enunciadas) no son siempre morales y justas, "por el mero hecho de que emanen de organismos legítimos" (el Congreso de los Diputados). De ahí que reclame que antes de votar, se tenga muy presente "el peligro que suponen opciones que no tutelan el derecho a la vida". Para los obispos es moralmente ilegítimo votar al PSOE y me temo que pronto lo será hacerlo por el PP si no se compromete a derogar la Ley del aborto y las restantes que soliviantan a sus ilustrísimas.

Los príncipes de la Iglesia católica también quieren borrar del mapa español el divorcio y el matrimonio homosexual porque "es necesario tutelar (siempre les a fascinado tutelarnos, seámos o dejemos de ser sus católicas ovejas) el derecho de los españoles a ser tratados por ley como esposo y esposa en un matrimonio estable, que no quede a disposición de la voluntad de las partes (solo la Iglesia puede divorciarlos, anulando el vínculo, lo que, con dinero se obtiene en un plazo razonable) ni, menos aún, de una sola de las partes". Hasta aquí tampoco es que haya nada espectacularmente nuevo en los pronunciamientos de sus ilustrísimas, aunque lo cierto es que ahora que los vientos electorales soplan en la dirección que presumen les permitirá dar rienda suelta a sus pretensiones no se han andado con remilgos. Lo más llamativo es el llamamiento a no votar a las opciones separatistas, lo que ha desencajado al democristiano catalán Duran Lleida, el candidato de CiU, descolocado por las encuestas que apresuradamente pide amparo a los ordinarios de las diócesis de Cataluña, como si éstos no formaran parte de la Conferencia Episcopal. Los obispos indican que se ha de "tutelar el bien común de la nación española, evitando los riesgos de manipulación de la verdad histórica por causa de pretensiones separatistas o ideológicas de cualquier tipo". El nacionalismo separatista será para muchos, entre los que me incluyo, un soberano error histórico y una necedad política, pero que los obispos consideren que necesita una valoración moral recuerda los mejores tiempos, tan añorados por Rouco, del nacionalcatolicismo. Además, la Conferencia Episcopal no le da ninguna relevancia al comunicado de ETA anunciando el fin de los asesinatos, porque "nunca ha hecho una valoración moral, y mucho menos política, de ningún texto de ETA". Magistral lección de cinismo. Conviene recordar que ETA, en su medio siglo de atentados, jamás ha ensangrentado una sotana. Nunca ha enfilado a la Iglesia católica. La posición de la Conferencia Episcopal es muy parecida a la adoptada el 23 de febrero de 1981, cuando, en pleno intento de golpe de Estado, fue una de las últimas organizaciones en condenarlo y nunca con contundencia.

El de los obispos es todo un programa electoral. Ahora resta por saber quién se lo compra, porque la Conferencia Episcopal no se presenta a las elecciones y afirma que no hace pronunciamientos políticos, un eufemismo muy de su gusto. Los que no son católicos pasan de los estridentes intentos de la Iglesia católica de inmiscuirse en la política española tratando de condicionar sus vidas: los obispos no son quién para aleccionar a los que no comulgan con ellos sobre si pueden o no casarse cuándo, cómo y con quién quieran o divorciarse cuando les venga en gana; a algunos que somos católicos nos irritan tanto sus prepotentes maneras como su visión de la sociedad. Corre de nuestra cuenta hacerles caso o ignorarlos, que es lo que muchos hacemos. Qué autoridad real, la que de verdad obliga a respetarles más allá de los métodos coercitivos (los únicos que entienden los obispos), pueden exhibir quienes equiparan el delito de pederastia con la ordenación sacerdotal de las mujeres. El Vaticano, a través de la Congregación para la Doctrina de la Fe (el antiguo Santo Oficio de la Inquisición), estima que tienen la misma gravedad. Si esta es la escala de valores de la jerarquía de la Iglesia católica ya poco queda por lamentar.