Es de sobras conocido que en tiempos de zozobra económica e incertidumbre ante el futuro se despierta una imperiosa necesidad de buscar respuestas más allá de nosotros mismos. Queremos que alguien nos indique el camino. En el plano colectivo, el ejemplo más trillado es el de una sociedad culta y civilizada que a principios del siglo pasado creyó encontrar la solución a una descomunal crisis económica en la elección de un perturbado mental que les prometió recuperar el orgullo perdido y mil años de grandeza nacional.

Las actuales circunstancias socioeconómicas empiezan a tener cierta similitud con las de aquella gran crisis del 29 que, curiosamente, también se inició en Wall Street. Y también ahora, cuando empezamos a entender que esto puede ir para largo (y profundo), tendemos a repetir los comportamientos de siempre en el sentido de anhelar que algún gurú nos "ilumine" el sendero de las soluciones. A poder ser, fáciles y rápidas. De nuevo proliferan los falsos profetas, hoy vestidos de traficantes de felicidad. Es su momento, están en su ambiente predilecto. De sensaciones personales son capaces de extraer rotundas teorías de aplicación universal sin el más mínimo contraste científico. Incluso algunos recién indignados, tras una generación de siesta reivindicativa y una caída de caballo provocada por un contundente golpe de realidad, obviando la comuna de París, el mayo del 68, la Transición y otros pequeños detalles del pasado, se sienten los primeros y los únicos en querer cambiar el mundo en nombre de "el pueblo" o "la gente". Esta visión totalizadora de la sociedad hace aguas con sólo comparar el recuento de manifestantes con el del número de personas que a la misma hora están empujando un carrito en una gran superficie, gritando en un estadio, orando en la mezquita, comiendo palomitas en el cine o embobados con Tele 5. El 20-N, de hecho, será la contrarealidad del 15-M. La interpretación de la voluntad popular suele ser una aventura de alto riesgo. "La gente" no es más que la suma de individuos diferentes, autónomos, exclusivos e irrepetibles. El pensamiento único, al margen de su difícil aplicación, no es recomendable ni tratándose de un buen pensamiento, como sin duda es la pretensión de mejorar el mundo. Cada uno a su manera, claro. No sé, por cierto, de nadie que se manifieste abiertamente partidario de empeorarlo.

Más que intentar combatir incertidumbres e inseguridades con mantras laicos o religiosos, hay quien, como Salvador Pániker en sus "Asimetrías", prefiere incorporarlas a la complejidad propia de la existencia, asumirlas, tutearlas y "aprender a navegar por la vida sin verdades absolutas". No es fácil, claro.