Así me dijeron que sucedía en los pueblos de Estonia –por lo menos en la comarca que visitamos, Lahelmaa, unos 70 Km. al norte de la capital, Tallin- hasta la segunda mitad del siglo XIX. El título, ajeno a connotación racista alguna, se refiere a la humareda que llenaba las cabañas, y tuvieron que ser las mujeres quienes terminaran por hacerlas respirables. Les cuento seguidamente del escenario y cómo tuvo lugar su mediación.

Antes de reconocerse legalmente su derecho a la propiedad, los aldeanos, siervos de los nobles, habitaban en chozas que ellos mismos construían: paredes de troncos de pino horizontalmente dispuestos y un techo de cañas que crecen en las marismas de la zona. El habitáculo, a más de vivienda, servía para tratar la cosecha. Trigo o centeno se acumulaba en un tabuco adjunto y abierto por dos lados opuestos a fin de que el aire aventase la paja; después, el grano se amontonaba en una especie de balcones internos, situados en lo alto de las paredes del recinto familiar, para proceder al secado. Con ese propósito, la chimenea, de caliza y sin salida al exterior, cumplía un doble objetivo: el fuego calentaba a los moradores en aquellos inviernos donde pueden alcanzarse los veinte grados bajo cero y, a la vez, contribuía a endurecer el grano.

En cuanto al humo que llenaba el cuarto, pasadas un par de horas ascendía junto al aire caliente, dejando abajo un espacio de metro o metro y medio en el que la familia, con la precaución de andar agachada, podía medio respirar, entre lágrimas y toses, a no ser que optasen por salir al patio que cerraba allá enfrente un establo y el almacén, vigilado desde la casa a través de un ventanuco por evitar los robos. En este segundo, el almacén, por las tardes y finalizadas las tareas del campo, solían reunirse las chicas en edad de merecer para poder ser cortejadas sin la fiscalizadora mirada de los padres, aunque tal vez la posibilidad de alejarse del humo por un rato tuviese también algo que ver. Ahí no había lumbre alguna, así que blusa gruesa y medias de lana; a veces dos pares superpuestas para mitigar el frío y aparentar al tiempo unas piernas más gruesas, y es que para los mozos, maridos en ciernes, representaba un incentivo adicional el suponer que aquella muchacha de ojos tiernos y pantorrillas recias podría también ser uncida al carro en el supuesto de que, por una de esas, enfermase el caballo.

El caso es que un buen día alguien, en esa barraca que por fin era suya, decidió dar salida al humo al igual que ocurría en las casas de los amos y, en consecuencia, el interior, antaño negro de carbonilla, pudo enlucirse. ¡Ahí es nada! La posibilidad de inhalar el aire a pleno pulmón, en posición erguida, y la obvia disminución de los problemas respiratorios, indujo al Estado a aconsejar la construcción de chimeneas abiertas al exterior. Sin embargo, eso significaba perforar la techumbre y alzar sobre ella un cuadrilátero de madera, elevar los troncos por sobre los muros y traer más leña del bosque por la consiguiente pérdida de calor a través del orificio; eran tareas masculinas y a las que los varones se resistían hasta que, con avispada estrategia, comenzó a ponerse el énfasis en el enjabelgado. A los hombres de la casa ni fu ni fa, pero había que oír a sus mujeres: "¿Tú has visto cómo le ha quedado la casa pintada de blanco?", "¿Tu vecina, dices?". Fue a través de ellas como el Estado consiguió el cambio; un éxito que, como el talento, resultó el fruto de una larga paciencia porque, según me contaron, la transformación no fue cosa de un día.

Todos se habían emancipado de su esclavitud y posteriormente vendría la emancipación femenina, pero Marañón no llevaba razón cuando afirmó que, si la mujer liberada dejaba de ser sierva del varón, dejaba también de ser su dueña. "¿Tanto te costaría…?". "Ni te imaginas…", y no hay como tener claro el objetivo y persistir en el empeño. Recuerdo que Juan Luís Conde, profesor salmantino, apuntaba en su libro algunas peculiaridades lingüísticas propias de las féminas; entre otras, hablar con uno/a con la intención de que la conversación surta efecto en un tercero, inculcar ideas a alguien de modo que crea que son de cosecha propia… Sea como fuere, tozudez, táctica o habilidad de género, lo cierto es que en unos años los interiores no volvieron a ennegrecerse de humo, sin perjuicio de que las muchachas casaderas siguieran con sus reuniones de almacén y medias dobles o triples, que esos detalles ya no me constan.

¿Moraleja? Pues si ha de ser obligada, siquiera por una vez, se me ocurre que el cherchez la femme (la femme con las habilidades que cita Conde, que no Pajines ni Cospedales) para que actuaran como ellas saben, fuese respecto a la prima de deuda, los recortes educativo-sanitarios o las mentiras electorales, igual nos aliviaba de éste nuestro vivir en negro y ayudaban a verlo todo más claro mediante el expeditivo método de abrir una chimenea y orear el ambiente de humos o pestilencias, que lo mismo da. Y porque ya va siendo hora, a mí no me importaría ir al bosque a por más leña.