ETA se rinde a la evidencia, lo cual supone un avance considerable para una banda terrorista. Aceptar el peso de las pruebas determinantes significa adentrarse en los senderos de la lógica, terra incógnita para quienes encomendaban su destino a una fe iluminada por las pistolas. De repente se valoran las nuevas coordenadas que introduce el hiperterrorismo islámico, la dificultad de enfrentarse a Estados asentados, el efecto contraproducente de sus crímenes sobre los objetivos que pretenden alcanzar, la repulsa creciente de sus propios partidarios hacia el derramamiento de sangre.

El mérito de la introducción de los etarras en el reino de las evidencias corresponde en buena medida al Gobierno, casualmente presidido en estos momentos por Zapatero. Con independencia de la valoración que se otorgue a su negociación con ETA, al aturdimiento de la banda por el acoso policial, al enloquecimiento de los terroristas propiciado al desmantelar en cadena su cúpula, o a las sucesivas ofertas de generosidad a cambio del abandono de las armas, la resultante ha sido el final de la violencia etarra. Los críticos de la política antiterrorista mejorarían sin duda los capítulos citados, pero esa variación en el comportamiento no garantiza un desenlace más favorable. A saber, el abandono de la muerte como opción laboral.

La precipitada liturgia orquestada por ETA demuestra que tiene más prisa que el Estado por resolver su situación. Pese a las veladuras de una solución pactada que salve las formas, se somete a una decisión ajena, hasta el punto de desembarazarse del engorro de sus presos más duraderos. En su autobiografía En confianza, Mariano Rajoy coloca el "fin definitivo de la violencia" como el primer paso de un proceso creíble. La banda ha cumplido con esta fase inicial, aunque los analistas de la derecha denuncian que los tres encapuchados no anunciaron su voto al PP como única opción racional. La histeria disfrazada de incredulidad pretende anular el éxito indiscutible de Zapatero y Rubalcaba, en sí mismo y por su posible impacto electoral.

Pese a sus desvelos, el PP carece de motivos reales para preocuparse. La suerte del 20-N está sellada alrededor de la crisis. La reivindicación más poderosa del gobierno de Zapatero quedará al margen del castigo en las urnas. A lo sumo, atemperará el desquite de una izquierda que no acierta a distinguir entre las propuestas económicas de su opción habitual y de la derecha, pero sin variar los grandes números. A raíz del comunicado de despedida de ETA, se ha vuelto a poner de manifiesto el diferencial de escrutinio de la prensa española y británica con respecto a su terrorismo nacional bruto. El IRA nunca alcanzó la difusión estelar asumida por cada gesto etarra.

El 20-N se enfrentan dos antiguos responsables de la lucha antiterrorista, y los gobernantes se miden por sus omisiones. Por ejemplo, Rajoy olvida en su libro la negociación con ETA del Gobierno en que estuvo integrado. Dado que tampoco efectúa alusión alguna al 11-M –curiosa amnesia en quien fuera ministro del Interior en dicha legislatura, por no hablar de la relevancia de los atentados en su primera derrota electoral–, habrá que concluir que ha escrito unas Desmemorias. Máxime cuando consagra abundantes reflexiones al 11-S. También se apunta el pacto antiterrorista de 2001 como un éxito de su gestión, cuando fructificó gracias a la polémica aceptación de Zapatero.

La satanización de ETA era comprensible cuando la banda asesinaba a más de una persona cada semana. En su momento de descomposición, otorgarle más poder del estrictamente necesario es contraproducente, ya se actúe desde la inocencia o desde la perversión ideológica. Al negar la validez del fin de la violencia, la derecha extrema desacredita la actuación eficaz de miles de funcionarios, fundamentalmente policiales y judiciales. Y sobre todo, mantiene vivo artificialmente el impacto de un enemigo de la democracia. ETA no puede disolverse con su componente mística intacta. La curación de medio siglo de locura implica el despeñamiento en la vulgaridad. Sin las pistolas que afianzaban su tarea, los tres oficiantes de la despedida eran jóvenes vestidos de modo estrafalario que reproducen el puño en alto que avergonzaría en Corea del Norte. El adiós a las armas incluye la caducidad de un discurso. Por ejemplo, la inevitable "opresión" ya no se asocia a los Estados, traspasada con mayor poder destructor al arsenal de los mercados inmortales.