Acabamos de conocer dos buenas noticias. ETA ha anunciado el cese definitivo de la lucha armada, aunque lo haya hecho con un comunicado impresentable, y Gadafi, ese déspota estrambótico que ha teñido a Libia de sangre, ha sido abatido cuando trataba de escapar de Sirte. Las dos son muy buenas noticias. El mundo no echará de menos ni a ETA ni a Gadafi. Ambos desaparecen el mismo día por las cloacas de la historia, que es adonde pertenecen. Las ratas se van juntas. Como debe ser.

Contra ETA combatí cuanto pude durante el tiempo que dirigí el CNI y confieso que le causamos todas las bajas y todos los problemas que pudimos, que no fueron pocos, aunque sobre esto no deba hablar. Me alegro de haber contribuído a la victoria de las fuerzas democráticas con tantos otros compatriotas porque al final ha sido nuestra unión lo que la ha puesto contra las cuerdas. La llamada conferencia internacional de San Sebastián fue un teatro impresentable, como dibuja Peridis en El País, aunque cumplió con la función de proporcionar a la banda terrorista el taparrabos necesario para dar el paso al que la abocaban su debilidad y su creciente aislamiento social. Un paso que hubiera tenido que acabar dando de todas formas por su extrema debilidad. Bienvenido sea.

En cuanto a Gadafi, he estado personalmente con él en dos ocasiones y ambas dieron lugar a situaciones surrealistas que resulta curioso recordar ahora.

La primera vez fue cuando acompañé al entonces ministro Fernández-Ordóñez a un viaje a Libia. Estábamos en Trípoli a punto de comenzar un mechuí –cordero asado– que tenía una pinta buenísima cuando alguien se acercó a darnos la sorpresa de que "el Líder" no nos recibiría en Trípoli, como estaba previsto, sino que nos esperaba en Bengazi y que había que salir corriendo para allá pues como todo el mundo hoy sabe esa ciudad se encuentra en la otra punta del país.

Al llegar a Bengazi nos alojaron en un hotel con tanto lujo como pésimo gusto –la cama de mi habitación era negra con incrustaciones de nácar y para que no le faltase nada tenía baldaquino– y allí esperamos 6 horas sin explicación alguna. Sin explicaciones y sin comida. A eso de las 9 de la noche nos llevaron por calles mal iluminadas a un cuartel algo destartalado en las afueras de la ciudad donde todavía nos hicieron esperar un rato hasta que un revuelo anunció por fin la llegada de Gadafi, que hizo una entrada espectacular con los ojos vidriosos, envuelto en una manta parda con bonete del mismo color y rodeado de fornidas mujeres de largas melenas en uniforme de camuflage y con aspecto de necesitar una buena ducha y mucho jabón. Entonces se decía que el jefe de su seguridad personal era un antiguo agente de la Stasi, la temida policía política de la República Democrática Alemana. Al ver a Fernández-Ordóñez, Gadafi se fue derecho hacia él extendiéndole la mano al tiempo que le decía provocadoramente en inglés "Hay que destruir a Israel, ¿no le parece?". Así, para abrir boca. A Ordóñez se le dispararon de golpe todos sus numerosos tics faciales mientras negaba vigorosamente semejante disparate. Con semejante preámbulo no es de extrañar que la reunión fuera un desastre de principio a final.

La segunda ocasión fue más extraña todavía. Fue en 1989 y acompañaba a Libia a Luis Yáñez, a la sazón secretario de estado de Cooperación Internacional a las ceremonias del vigésimo aniversario del golpe de estado que había puesto fin a la monarquía del rey Idriss. Allí, en Trípoli, no faltaba nadie junto a Gadafi, desde el rey Hassan de Marruecos a Al Assad de Siria, Chadli Bendjedid de Argelia, Mubarak de Egipto, Ben Alí de Túnez, Arafat por los palestinos... hasta el nicaragüense Daniel Ortega. Recuerdo que en el teatro cuyo escenario ocupaban estos ilustres huéspedes me preguntaba con mi vecino austríaco cuánta sangre reunirían en sus manos. Por la noche hubo una ceremonia en un estadio donde el desorden protocolario era descomunal y al salir se me acercó un individuo que me agarró por la manga mientras me decía: "venga conmigo porque el Líder le quiere hablar". Yo le intenté explicar que yo no era el jefe de la delegación española pero para ese momento ya Yáñez había desaparecido engullido por la multitud y aquel individuo había recibido órdenes y no me soltaba porque no debía atreverse a volver con las manos vacías. Así que tiró de mi unos metros y allí mismo estaba Gadafi, que me dió la mano al tiempo que me decía mirando a sus acompañantes: "todos los españoles son santos". Lo juro. Me quedé tan perplejo que no le pude contestar nada y cuando me di cuenta ya no estaba allí y yo estaba perdido en medio del gentío que abandonaba el estadio. Sigo sin encontrar una respuesta satisfactoria.

En ambos casos tuve la clara impresión de que Gadafi estaba "colocado".

Esa fue mi breve relación personal con un individuo que de joven revolucionario idealista pasó a tirano sanguinario; de terrorista bombardeado por Reagan se convirtió en aliado de Bush en su "guerra contra el terror" y de provocar una masacre en la tragedia de Lockerbie evolucionó hasta poner precio a la cabeza de Bin Laden; un hombre que de panarabista nasseriano pasó a ser un paria dentro del mundo árabe y que de filósofo autodidacta que con su Libro Verde pretendía superar la dicotomía capitalismo-socialismo acabó transformado en un asesino de su propio pueblo que al final le ha cazado como "a una rata" –como él amenazaba con hacer con los habitantes de Bengazi hace ahora ocho meses- mientras salía de una alcantarilla del país que él convirtió en satrapía personal y que hay que esperar que pueda ser más feliz a partir de ahora.

Adiós ETA. Adiós Gadafi. Desapareced en mala hora. Nadie os echará de menos en un mundo que es un poco mejor hoy que ayer porque ya no estáis en él.