No es la primera vez que los coptos (una de las iglesias cristianas más antiguas) son perseguidos y asesinados en Egipto, donde constituyen una minoría significativa, el diez por ciento de la población, unos ocho millones de personas. Sí es novedad que quien los masacra sea el Ejército, piloto de la supuesta revolución democrática que ha de desembocar en unas elecciones libres y un posterior gobierno revestido de la legitimidad que las urnas y solo ellas otorgan. Las Fuerzas Armadas, las que han aceptado y ejecutado la destitución de Mubarak, son las directas responsables de que una veintena de coptos, al manifestarse por el incendio de una de sus iglesias (también ha sucedido antes), hayan sido asesinados. Estos sucesos puede que logren despertar a quienes en Occidente asisten embelesados a la cursilería de la denominada primavera árabe, la que desmorona el viejo orden. Me viene a la mente, ahora que los cristianos son ya eliminados por el Ejército, los "besos" y "parabienes" con los que una periodista radiofónica cerraba sus arengas, que no crónicas, a favor de los revolucionarios, sin pararse a analizar qué podía surgir de todo aquello. Lo empezamos a ver: los Hermanos Musulmanes, los movimientos salafistas y toda la galaxia de organizaciones del integrismo islámico preparándose para conquistar el poder. Si en Egipto ganan las elecciones, la secuencia será estremecedora: el islam integrista se asentará sólidamente en buena parte del mundo árabe. Qué negocio más formidable habrá hecho Occidente abriendo de par en par las puertas a una de sus recurrentes pesadillas. No hay que engañarse: un Magreb, un Oriente Medio en el que las fuerzas laicas, las confesiones religiosas no musulmanas, especialmente las cristianas, dejen de tener la limitada capacidad de maniobra que todavía conservan, es la peor de las alternativas a los viejos sistemas, autoritarios y corruptos, casi siempre amigos de Occidente, que han gobernado este singular mundo.

No es cierto que los coptos hayan convivido apaciblemente con los musulmanes en Egipto, como algunos quieren hacer ver, al argumentar, empecinándose en el error, que lo ocurrido no es un conflicto religioso sino esencialmente político (por cierto: política y religión siempre van de la mano); los cristianos coptos han sido y son ciudadanos denominados de segunda, teniendo incluso prohibido levantar sus iglesias. El anterior poder los marginaba, aunque les brindaba una cierta protección; ahora van a pecho descubierto, solos ante lo que se avecina. Si en Egipto, Siria, Irak y progresivamente en los demás países de la zona los islamistas llegan al gobierno, el resultado será el mismo: entronización de teocracias a través de la consagración de la sharia, la ley islámica, como fuente inspiradora de todo derecho. Cuando los movimientos de base religiosa se hacen con el poder, conseguir que lo abandonen se torna dificilísimo, al crear un entramado institucional netamente totalitario que les garantiza sobrevivir a las peores crisis. La República Islámica de Irán es el paradigma: hasta hoy, pese a sus múltiples problemas, el líder supremo, el clérigo Jamenei, sortea todos los obstáculos y aguanta el desastre económico en el que el Gobierno de Ajmadineyad, el presidente, ha sumido al país.

En los sistemas teocráticos, en los países en los que la saharia es ley, nadie puede abandonar el islam y abrazar otra religión o proclamarse laico. El delito de apostasía está penado, incluso con la muerte. En Marruecos, cuyas reformas "democráticas" tan cínicamente son alabadas por el políticamente comatoso presidente de la República francesa, Nicolás Sarkozy (en España, no menos cínicamente sucede lo mismo), la futura constitución concede la libertad de conciencia, pero no posibilita que un musulmán pueda apostatar. En Túnez, los islamistas, que también se disponen a tomar el poder, están en la misma línea, al igual que en Libia: la apostasía es un delito. Eso es lo que parece aplaudir Occidente, que todavía no ve cómo en el Irak "liberado" (un estrepitoso error que se pagará muy caro), los cristianos, con Sadam respetados, abandonan por miles el país ante la insoportable presión a la que se ven sometidos por los islamistas. En buena parte de Oriente Medio, las iglesias cristianas, allí instaladas desde antes de la dominación musulmana, asisten impotentes a su desmantelamiento.

Habrá que convenir que el Papa Benedicto XVI no dijo lo que dijo en 2006 en la universidad de Ratisbona, cuando recordó que el emperador bizantino Manuel Paleólogo citó, hacia 1391, la violencia como un componente inherente al islam, por un desafortunado desliz, sino que estaba manifestando lo que deseaba que fuera escuchado, aunque, ante la que se organizó, protagonizara la clásica reculada, dejándole en ridículo y al Vaticano notablemente incomodado. Ratzinger sabía sin duda qué estaba recordando y las razones por las que lo hacía; también hubiera podido añadir que el cristianismo, precisamente gracias a la Iglesia católica y demás confesiones cristianas, ha ejercitado sistemáticamente la violencia para propagarse, negando el mensaje explícito de paz contenido en los Evangelios. Pocos años después, los acontecimientos dan la razón al Jefe del Estado del Vaticano: los cristianos huyen de Irak, son asesinados en Egipto, tiemblan en Siria ante la eventualidad de que caiga la dictadura de los Asad, a quien apoyan como mal menor, porque la alternativa de un gobierno islamista suní es para ellos sobrecogedora; mientras que en Túnez, su código de familia, el más abierto del mundo musulmán, el que otorga a las mujeres casi los mismos derechos que a los hombres (no es motivo de preocupación para el Vaticano), se apresta a ser revisado por los emergentes islamistas.

El antídoto del laicismo no parece que pueda inocularse en el mundo musulmán. Sobran los parabienes.