En 1933 Chicago acogió una exposición universal bajo el título "Un siglo de progreso". Por ella pasaron más de cuarenta y ocho millones de personas y casi ochenta años después sigue siendo el evento más visitado en la historia de Estados Unidos. Para defender su candidatura ante otras ciudades, los políticos de esta ciudad propusieron tal cantidad de ideas y proyectos que un veterano periodista, creo que neoyorkino, escribió: "estos políticos están llenos de aire, tienen que venir de la ciudad del viento". Este es el origen de la expresión windy city para referirse a la capital del estado de Illinois, y no los constantes vendavales que azotan sus calles y riberas a lo largo del lago Michigan. A pesar de la histórica proliferación de bocazas entre los gestores públicos de la ciudad, Chicago ha sido y es un ejemplo de evolución y mejora a pesar de las adversidades, o quizás gracias a ellas. El gran incendio de 1871 y la posterior prohibición de construir estructuras de madera en el centro urbano, constituyeron el punto de partida para el desarrollo de los edificios de acero que más tarde se convertirían en los modernos rascacielos. Hoy esa zona es un gigantesco museo al aire libre, y probablemente el conjunto de arquitectura moderna más variado y bello del mundo. Así que no todo lo que salía por boca de aquellos políticos debía ser humo y viento.

A 442 metros de altura contemplo con mi boca abierta y provinciana este prodigio obra del hombre. Como estoy optimista después de haber sobrevivido el día anterior a otro maratón, trato de imaginar una pequeña parte de este huracán de osadía, de este ciclón vanguardista, trasplantado a Palma en forma de suave brisa mediterránea, de airecillo dinamizador de una ciudad amarrada a un dique seco desde hace décadas, sin incendios intelectuales que la muevan un milímetro hacia delante. En la planta 110 de la Torre Sears me llega el oxígeno suficiente al cerebro como para no sufrir alucinaciones en forma de mastodónticos edificios jalonando el perfil de nuestra bahía, pero con mi nariz pegada a las cristaleras del lado este contemplo el Navy Pier. Este impresionante malecón de 915 metros de longitud y 120 de anchura fue construido en 1916 para los buques de guerra de la Armada norteamericana. Hoy es un centro recreativo y cultural con varios museos, un anfiteatro al aire libre, un teatro IMAX 3D y varias atracciones turísticas que mezclan acertadamente el vidrio moderno con el estilo vintage. Todo esto en una ciudad que puede alcanzar fácilmente y durante varias semanas de su invierno los veinte grados bajo cero.

Es imposible ver aquello y no pensar en nuestro absurdo Moll Vell. Porque nosotros también sabemos batir récords mundiales: no existe un aparcamiento para centenares de coches con mejores vistas en todo el planeta. Los privilegiados utilitarios pueden pasarse horas extasiados contemplando a través de sus faros e intermitentes el portentoso conjunto formado por la Almudaina y la Seo. Con una chancleta dentro del vehículo y la otra recién apoyada en el asfalto, nuestros turistas se llevan en sus cámaras digitales la mejor postal de la ciudad. Sencillamente ridículo. No sé si tener ahora al frente de la Autoridad Portuaria a un capitán de navío en la reserva jugará a favor o en contra mover este buque varado hace tantos años, pero es una cuestión que se debería abordar sin entrar necesariamente en ningún proyecto megalómano. Y en esto tiene mucho que decir el Ayuntamiento de Palma. Siguiendo con su sana costumbre de romper estereotipos en la política, Mateo Isern ha vuelto a hacer las cosas al revés y le ha dicho a unos señores del Mallorca que no tiene tiempo para sacarse fotos con ellos mientras hablan del humo y el viento en torno al Lluís Sitjar. Porque una cosa es defender y apoyar la iniciativa privada, y otra hacerse el lelo delante de un power point.