Desde que tengo uso de razón, suponiendo que la tenga, no recordaba un mes de octubre tan caluroso. Yo creía que septiembre ya nos había castigado bastante con unas temperaturas dignas del pleno verano. Pero he aquí que octubre ha decidido mantener el horno a tope y esta semana hemos podido disfrutar o sufrir de un tiempo impropio de estas calendas. Los principales beneficiados han sido los turistas, claro, que veían con asombro que la leyenda paradisíaca de la isla se había quedado muy corta. El martes pasado, sin ir más lejos, presencié esta escena en la playa de Sa Rápita. Estaba tumbado bajo la sombrilla, cuando ví aparecer a una pareja de guiris de mediana edad. Atónitos ante el espectáculo de aquella playa casi desierta, se quitaron la ropa y entraron corriendo en el agua, desnuditos como su mutter les trajo al mundo. Y no solo eso. Durante un buen rato rieron y gritaron de felicidad, exultantes, nadando como delfines e intentando asimilar tanta maravilla. Como dice mi sobrino Lucas: "¿por qué la vida no puede ser como esta canción?". Misterio.

Pero lo cierto es que los baños de otoño son los mejores. Desde hace mucho tiempo he renunciado a nadar en verano, aunque hago alguna excepción con los amigos. Generalmente reservo mis bermudas para después de los meses de fuego, donde la potencia del sol y el exceso de bullicio me aconsejan quedarme en casa. Ahora bien, cuando las familias regresan a la ciudad, comienza por así decir mi turno. Y no perdono. Tengo el consuelo además de no ser el único. Si supieran cuántos mallorquines se escapan entre semana a las playas de Levante, no lo creerían. Pero hay muchos. Lo curioso es que ya somos una pequeña gran familia, una pandilla de iniciados que aterrizan en la zona, y se pasan el día en la playa. Cada uno de nosotros sabe que este mes de octubre está siendo delicioso, y ni los más viejos del lugar recordaban un mar tan plácido y caribeño. Como dice mi hermana: "teniendo esta maravilla, ¿para que hacer ocho horas de avión y bañarse en Varadero?". No tiene sentido.

Pero la playa no es sólo playa. Y tras el bañito de otoño, parece aconsejable acercarse a un núcleo habitado para comer. Como saben, en Sa Rápita hay una amplia oferta y lo que es más raro de calidad. Por razones que a mí me bastan, tengo aprecio al Brisas, un restaurante familiar situado en primera línea donde preparan cocina casera mallorquina con un toque de innovación. El justo. Cuando un forastero me pide que le lleve a aquella costa, ya sabe que tendrá que pagar el pequeño tributo de invitarme al Brisas a probar el excelente bacalao glaseado con sobrasada y miel. Nadie protesta. Degustar cualquiera de las delicias de la casa, hace aún más bello el perfil amable de la isla de Cabrera. Aunque una charla con el patrón siempre es el postre más sabroso. Como digo yo, Mallorca pura y de la buena.