En las cancillerías occidentales y en sus principales servicios de inteligencia está cundiendo el nerviosismo por el derrotero que toman los acontecimientos en las revoluciones que cursan en el mundo árabe. Los parabienes, paulatinamente se tornan advertencias, dan paso a una indisimulable inquietud. La razón hay que buscarla en que lo que parecía un fantasma agitado por los partidarios de mantener, como mínimo, una cierta equidistancia entre los "revolucionarios" y los autócratas que tantos servicios han prestado a Estados Unidos y Europa, está empezando a materializarse: las organizaciones que consideran que los nuevos sistemas políticos se han de fundamentar en la sharía, la ley islámica, cobran fuerza, se conforman como la alternativa más viable para tomar el poder, ahora provisionalmente en manos de comités pretendidamente revolucionarios. No es ya una fantasmada de la derecha más dura la posibilidad de que buena parte del Magreb y Oriente Medio pasen a ser gobernados por islamistas de diferente signo; ahora son los citados servicios de inteligencias y medios de comunicación, impolutamente liberales, por utilizar la terminología norteamericana, los que alertan de lo que puede venir, que, entre otros, está siendo alentado por un cada vez más impredecible y menos complaciente con Occidente, primer ministro turco, el islamista, supuestamente moderado, Recep Tayip Erdogan. Turquía, socio en la OTAN y formalmente, solo formalmente, aspirante a entrar en la Unión Europea, respaldando a los Hermanos Musulmanes de Egipto, dando por buena la introducción de la sahría en Libia (su anhelo es llevarla a su país, aunque todavía no se atreve) y todo ante el embobamiento de la progresía occidental, que sigue viendo en él, el espejo en el que se han de reflejar los emergentes líderes árabes.

Las cosas se están complicando y no poco para Occidente. Hay que ser un iluso para no darse cuenta de que la secuencia de acontecimientos que vive el mundo árabe-musulmán tiene el potencial explosivo suficiente para producir un estallido de gran magnitud en un Oriente Medio, especializado en acumular desde siempre tensiones que originan intermitentemente erupciones violentas: cuatro guerras árabes-israelíes desde 1948, las dos guerras de Irak y una suma de conflictos más puntuales. ¿Qué tendrá que hacer Estados Unidos y subsidiariamente la Unión Europea (en el caso de que sea capaz de tomar una iniciativa conjunta, lo que es altamente improbable) si en Egipto, país clave, un futuro poder islamista da por caducada la actual entente con Israel? ¿Dónde se sitúan si en Siria, cuando caiga el régimen de de los Asad, que caerá, toma el poder un proyecto islamista suní, con el seguro estallido del precario equilibrio existente en el Líbano, desde siempre su protectorado? ¿Seguirán sin contagiarse Arabia Saudí y los emiratos del Golfo, esos sí seguros aliados de Estados unidos y la Unión Europea, una y otros gobernados por sistemas básicamente corruptos? ¿De qué lado caerá Irak, sino de Irán, cuando las tropas norteamericanas lo abandonen?

Sé que es remar a contracorriente, pero las semejanzas con lo ocurrido en 1979 precisamente en Irán tristemente se están consolidando: allí, treinta años atrás, dirigía el país un déspota, corrupto y cruel, también dotado de una cierta ilustración, que tenía un proyecto de occidentalización del país que progresivamente lo habría hecho aceptable. Estados Unidos e Inglaterra, en la década de los cincuenta del pasado siglo, dirigieron un golpe de estado, que acabo con un gobierno de sesgo izquierdista, cuyo inaceptable propósito era el de nacionalizar el petróleo, e entronizaron al sha Reza, conocido en Occidente por su matrimonio con Soraya. En 1979, el presidente Carter, le dejó caer permitiendo que Jomeini, exilado en Francia, instaurara la república islámica. Lo ocurrido desde entonces ha hecho del derrocado monarca una nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue al convertirse Irán en una de las dictaduras más despreciables del planeta. Un ejemplo reciente: ha sido condenado a muerte un cristiano evangelista. Su "delito": negarse a abjurar de su fe para volver al islam. El "delito" no está contemplado en el código penal iraní, pero los jueces han dicho que sí lo contempla la ley islámica. Ese estado de cosas es el que puede extenderse por el Magreb, por Oriente Medio (en Arabia los latigazos a las mujeres por ir al volante de un automóvil siguen siendo aplicables), ante la sorprendente miopía de Occidente, a lo que se ve incapaz de tomar cumplida nota de lo que aconteció en la vieja Persia.

Volviendo a Erdogan: el primer ministro turco afirma que islam y democracia son compatibles, que el suyo es un partido equiparable a las democracias cristianas europeas, que asume los principios sustanciales de la república laica instaurada después de la Primera Guerra Mundial por Mustafá Kemal Atatürk. Se está constatando que en Turquía el laicismo retrocede ante la progresiva islamización de la sociedad, que, ya sin rebozo, auspicia Erdogan.