Que una aristócrata provecta se despose con un funcionario en medio de un colosal y trasnochado alarde palaciego y callejero, y que organice festejos populares para celebrar el evento trae sin cuidado a la inmensa mayoría de los sensatos ciudadanos que habitan este país, pese al agobiante flujo informativo con que hasta los medios más solventes han ilustrado el acontecimiento.

Sin embargo, sí nos produce a muchos gran incomodidad la evidencia de que este ajetreo esperpéntico, que resume cuanto hay de cutre y de rancio en el costumbrismo tópico que aún nos caracteriza, ha tenido importan te repercusión en todo el mundo. Los medios de la gran prensa internacional nos han ridiculizado una vez más, y esta vez con toda la razón.

No es saludable seguramente para este país que cuando España intenta recuperar el prestigio internacional y el crédito de los mercados después de que la crisis provocara el estallido de nuestra burbuja inmobiliaria y redujera a cenizas todo el oropel, la imagen más visible que proyecta nuestro país sea la del festejo estrafalario de una duquesa de opereta que se lanza sin rubor al despeñadero del ridículo.