La Transición española se fundó en una voluntad muy mayoritaria de convivir y de utilizar la democracia política como método incruento de resolución de conflictos. La memoria de la guerra civil estimuló aquella perspectiva pacífica que se plasmó de formas diversas: por una parte, surgió tras un brillante y trabajado proceso constituyente la Constitución de 1978, que se mantiene vigente a pesar de las dificultades que encuentra su ya necesaria modernización; por otra parte, las fuerzas políticas, económicas y sociales firmaron los Pactos de la Moncloa, un paso decisivo en la puesta al día de las estructuras socioeconómicas, todavía a medio camino entre la autarquía y el capitalismo social; finalmente, los grandes partidos consiguieron sucesivos consensos, tácitos muchos de ellos y explícitos algunos más, para construir el Estado conforme a pautas con amplio apoyo de la sociedad civil.

Sobre aquel basamento fundacional hemos llegado hasta aquí sin sobresaltos y con el régimen en buenas condiciones. La alternancia ha funcionado sin problemas y las instituciones han progresado sin padecer vaivenes lesivos. En general, nuestro país ha progresado de puertas adentro mediante el establecimiento de un potente estado de bienestar que ha mejorado sustancialmente la calidad de vida de la inmensa mayoría y ha reducido la marginalidad a términos soportables, y de puertas afuera nos hemos situado en una posición puntera en el contexto internacional, como lo demuestra el hecho de que seamos parte del G-20. Sin embargo, estaríamos ciegos si no viéramos que la crisis nos ha sometido a una prueba brutal, de la que estamos saliendo desarbolados y maltrechos.

La gran revelación de la recesión –siempre las crisis ofrecen lecciones aprovechables– ha consistido, es evidente, en que habíamos sobrevalorado nuestras propias fuerzas y confundido un recalentado proceso especulativo en uno de los principales sectores económicos –la construcción– con un enriquecimiento estructural que no existía realmente. Tenemos, pues, que darnos un baño de realismo, que reconsiderar nuestra posición, que fijar de nuevo nuestros objetivos y que redimensionar el Estado para tratar de recuperar el paso y la estatura. Y para ello hace falta recomponer consensos y elaborar otros nuevos.

Valga un ejemplo iluminador: Encuestas recientes ponen de manifiesto –el último barómetro del CIS entre ellas– demuestran que hay una paridad entre los ciudadanos que prefieren pagar más impuestos para que mejoren los servicios públicos y entre los que no desean más presión fiscal aunque los servicios públicos deban menguar o acudir a fórmulas de copago. Pues bien: los grandes partidos deberían convenir el deseable equilibrio básico, aunque introduzcan sus propios matices cuando lleguen al gobierno.

Es claro que este equilibrio, obtenido mediante unos consensos que vienen facilitados por la gran nivelación ideológica que caracteriza a los países de nuestro ámbito europeo y occidental, ha de garantizar en primer lugar la pervivencia de una red inferior que impida a los menos favorecidos caer en la indigencia. En estos momentos, ésta es sin duda la gran prioridad porque la prolongación de la crisis está agotando las reservas públicas destinadas a la solidaridad pero también las privadas que permitían a las familias mantener sus propias redes de apoyo recíproco.