Hace años leí los primeros poemas de Tomas Tranströmer, el último Premio Nobel de Literatura, en un libro que me regaló una amiga irlandesa: Orna McSweeney, que vivía cerca de nuestra casa, en la costa de Sligo. El libro era una antología de poesía universal, hecha por dos poetas que fueron muy amigos, Seamus Heaney y Ted Hughes, los dos merecedores de ganar el Nobel aunque sólo lo ganó uno de ellos, Seamus Heaney, ya que Ted Hughes había sido el marido infiel de Sylvia Plath y todo el mundo lo culpaba del suicidio de su esposa en un frío día de febrero de 1962. Para mí, Ted Hughes es un poeta colosal y bastante mejor que su amigo Heaney, pero era evidente que nunca podría ganar el premio Nobel, porque de alguna forma había sido proscrito por las feministas de medio mundo, así que los académicos de Estocolmo, que suelen ser gente precavida, procurarían olvidarse de él para no buscarse problemas. Y así fue: Ted Hughes se murió sin haber ganado el premio, en 1998, después de haber publicado un libro magistral, Cartas de cumpleaños, dedicado justamente a la memoria de Sylvia Plath.

Pero en la antología de Hughes y Heaney había una pequeña sorpresa: tres poemas de un sueco que para mí era desconocido, Tomas Tranströmer. No recuerdo dónde los leí, pero sí recuerdo que en aquellos poemas había un tren detenido en medio de la nieve, y un coche que derrapaba en una carretera helada, y una frase que subrayé a lápiz hace al menos quince años, "Los muelles envejecen más deprisa que los hombres", y que ahora que he visto cómo yo mismo iba envejeciendo, aunque fuese mucho más despacio que los muelles, todavía me parecía mejor que la primera vez que la leí. Luego leí otros poemas de Tranströmer en inglés, en muy buenas traducciones de Robert Bly, y me encontré con una poesía empapada de hielo, silencio, barcos e islotes, una poesía que me pareció muy nórdica –y lo digo porque no todos los poetas nórdicos tienen que parecerlo, y ahí está, para demostrarlo, el danés Henrik Nordbrandt, que parece un poeta mediterráneo–, ya que en ella aparecía una quietud que no sé por qué asocié con la fe luterana, esa fe de iglesias austeras y paredes desnudas y hombres vestidos de negro. Pero lo sorprendente de aquella poesía era que esa misma quietud parecía traspasada por una luz muy carnal y hasta barroca, como si la poesía de Tranströmer fuera un paisaje helado iluminado por un enorme arco iris.

Ayer vi unas imágenes de Tomas Tranströmer en su casa de Estocolmo, tocando el piano con la mano izquierda, porque hace años sufrió un ictus cerebral que le paralizó el lado derecho del cuerpo y además le impidió hablar, y entonces comprendí mejor su poesía. De pronto entendí de dónde venía esa extraña luz que iluminaba sus barcos, sus tormentas, sus islas y sus paisajes helados. Y también entendí por qué los sueños que habían inspirado una buena parte de su poesía –ya que Tranströmer había confesado inspirarse a menudo en sus sueños– no eran esos simples ejercicios de onirismo gratuito que arruinan la poesía de tantos y tantos pseudo-poetas, sino los elementos aritméticos que resolvían una ecuación que de algún modo se había planteado en la mente de Tranströmer y que el poeta no había conseguido resolver hasta que no tuvo aquellos sueños. Y también comprendí que no había nada vano o insustancial en el mundo de Tranströmer, y que a pesar de que algunos de sus poemas podían parecernos grandes palacios vacíos, al fondo de su poesía, al fondo de aquel gran palacio, siempre se oía un piano, un delicado piano tocado con la mano izquierda que intentaba hacerse oír en medio de la oscuridad. Pero sólo unas notas, muy pocas, porque Tranströmer no quería aumentar la oscuridad ni el vacío del mundo con más oscuridad y más vacío. Así que sólo nos daba unas notas, y las dejaba sonar como si fueran las gotas de un carámbano que gotea en una calle, y que un niño que se ha perdido y deambula sin rumbo, buscando el camino a casa, oye de pronto sin saber de dónde vienen, aunque esas notas –o esas gotas de un carámbano– le tranquilizan y le dicen que no tenga miedo, porque pronto encontrará el camino a casa. Y Tomas Tranströmer, como es lógico, fue una vez ese niño.

Ya sé que la poesía de Tranströmer no es muy conocida ni tiene muchos lectores, pero uno agradece que de vez en cuando un poeta tan bueno como él reciba su recompensa, y el piano, por un momento, suene a dos manos, con todas sus notas.