Regresa la polémica sobre las visitas a la cueva de Altamira, en el municipio cántabro de Santillana del Mar. Como es conocido, la joya del arte paleolítico fue cerrada en 1977 por primera vez para evitar el deterioro producido por la masiva afluencia de gente y reabierta cinco años después, aunque limitando el número de visitantes. Finalmente, se cerró de nuevo en 2002, y así sigue, tan sólo al alcance de los científicos, aunque de nuevo se ha planteado su reapertura: el Patronato, que el año pasado se mostró favorable a la reapertura, decidirá el próximo mes si las grutas permanecen cerradas o si se abren al público.

La paradoja es evidente: ¿tiene sentido encerrar a cal y canto un tesoro artístico con el argumento de que su exhibición lo deteriora? ¿Para qué sirve proteger estrictamente el acervo cultural si no se puede disfrutar de él? ¿No debería primar el goce de contemplar esas joyas sobre cualquier proteccionismo fundamentalista y radical?

Lo que la comunidad científica debería hacer es investigar cómo puede conseguirse que un flujo razonable de visitas no deteriore las pinturas en lugar de afanarse en demostrar que cualquier intromisión produce daños en teoría irreparables.