Abro mi MacBook Pro, dispuesto a escribir este artículo sobre el inventor de este artefacto, y todavía recuerdo cuando abandoné a Gates por Jobs. Lo hice por estética y por la sencilla razón de que aquel hombre flaco y con barba de días, estaba mucho más cerca del empresario amable y delicado, lejos del tiburón que solamente ansía el beneficio puro y duro a cambio de nada. Un hombre que supo ablandar la tecnología y hacérnosla más íntima, más personalizada, más atractiva. Muchos se decantaron por Apple por cuestión de principios, de estética. Pues Jobs encarnaba, de algún modo, el rostro amistoso del capitalismo y de la alta tecnología, ese mundo que suele ser siempre tan áspero, tan duro, tan antipático. Mi herramienta de trabajo es ésta, y la ideó Steve Jobs. Un respeto, pues, para este hombre que encontró siempre el camino más corto y recto entre la idea y el hecho, entre la visión y la puesta en práctica de sus sueños. Una manera de seducirnos tecnológicamente mediante una estética casual, como suele decirse.

A pesar de que un servidor es muy rupestre en asuntos de informática, está dispuesto a admitir esa seducción, esa forma de hacer las cosas con encanto. Pero, cuidado, ese encanto no es estéril. Estamos hablando de un encanto eficaz y con escasos o ningún virus que infecten nuestra computadora. Podemos referirnos a Jobs, aun a riesgo de pecar de cursis o de hiperbólicos, de poeta de la informática, de artista de la alta tecnología. Siempre nos gustó esa manzana mordida, ese logo que desborda frescura, esa imagen frutal en territorio, digamos, metálico y poco sensible a las ternuras. Otros mucho más expertos y metidos en el berenjenal de la informática sabrán desplegar todo un rosario de virtudes y ventajas que supone el uso de un producto Apple. Yo me quedo con los modos de este innovador, con sus formas, con su estética, con su manera de exponer y vendernos un nuevo artefacto, toda una puesta en escena desarrollada con sobriedad y llaneza. Sin solemnidad. Por ello, de algún modo, siento utilizar este MacBook solamente en un 10% de sus capacidades. Siento desperdiciar las innumerables posibilidades de un portátil que no me da la felicidad, como muchos adeptos aseguran. Eso sería decir demasiado. Ahora bien, lo cierto es que entre este Mac y yo hay algo personal, una suerte de afecto extraño. Una frescura que no hallo en otros artefactos, una ligereza que no hallo en otros aparatos. Entre el propio Jobs y sus inventos no hay ninguna diferencia. Todos se parecen a su inventor. Apenas hay diferencias.

Mientras persisten las protestas en Wall Street en contra de un capitalismo sin piedad, millones de personas lloran la muerte de este otro capitalista, que también se hizo rico pero que no devoró a nadie, que nos dejó, eso sí, un leve mordisco a una manzana como logotipo, como marca de la casa. Un hombre que ha tenido mucho poder, pero que lo ha ejercido como si no fuese con él, cuyo sentido de la perfección le ha llevado a refinar la tecnología hasta convertirla en algo manejable y atractivo. Evidentemente, estamos lejos de la adoración, y muy cerca de la admiración real por un empresario e inventor, por un tipo que supo arriesgar y ganar y que tuvo el mérito, tras su muerte, de ser llorado por millones de usuarios y fieles creyentes. Incluso a quienes nos recorre un sudor frío cuando nos las vemos con un artefacto de última generación. Más mérito aún. Pues, a pesar de ese sudor frío, Jobs supo convertir lo antipático en amable, lo duro en tierno, lo pesado en ligero. Y eso, para los que desperdiciamos el 90% de las capacidades tecnológicas, es un triunfo. Cierro el MacBook y miro, durante unos segundos, la manzana mordida. Me comeré una golden a la salud del jefe.