Desconozco si en otros países ocurre lo mismo, o con la misma intensidad, pero en España las funciones de la crítica literaria las han asumido los libreros. El descubrimiento de nuevos valores literarios, la renovación del canon literario, el redescubrimiento de escritores olvidados, etc. suele venir más de las manos de los libreros que de los críticos, seguramente porque los pocos lectores que aún tienen interés por estas cosas cada vez se fían menos de los suplementos culturales de los diarios.

Dejemos de lado los estudios literarios dedicados a los clásicos de la literatura. Salvo que uno se encuentre con un Dámaso Alonso o un T.S.Eliot, por poner dos ejemplos de críticos con criterio, la mayoría de estudiosos de autores del pasado, suelen seguir, como los monjes medievales, los antiguos mecanismos de la imitatio y la amplificatio: volver a copiar lo que ya se ha dicho, pero ampliarlo sutilmente para que parezca nuevo. La mayoría de estudios literarios de obras clásicas son intercambiables, vienen a decir más o menos lo mismo: la interpretación de la obra estudiada está más mediatizada por lo que otros han escrito previamente, que por la propia lectura de la obra original. Llevando esta práctica a sus extremos más chocantes, podríamos llegar a una conferencia sobre Marcel Proust pronunciada por alguien que hubiese leído lo más importante que se ha escrito sobro Proust, pero no hubiese tenido la paciencia de leer los siete tomos de En busca del tiempo perdido.

Pero ese es otro tema. Yo me refiero más bien a la crítica literaria semanal, a las reseñas de los suplementos culturales que se someten al ritmo frenético de las novedades editoriales. Hoy en día, sería ingenuo pensar lo contrario, casi nadie lee las reseñas de libros, aparte, lógicamente, del autor reseñado, quien probablemente habrá presionado para que el suplemento y el crítico en cuestión le dediquen un espacio y, a ser posible, un elogio. Aún hay críticos serios y fiables, pero el lector está cansado de ver críticas que salen antes de que el libro se publique, reseñas laudatorias basadas en los informes entregados por las propias editoriales –¿qué editorial informará negativamente de uno de sus libros?–, comentarios de libros de mil quinientas páginas publicadas por un crítico que la semana anterior ya ha publicado otro comentario de otra novela de mil páginas –¿es que no tienen vida privada los críticos?–, críticos que todo lo elogian y otros que fundan su prestigio en atacarlo todo, excepto los libros de sus amigos. La crítica acaba siendo percibida como algo superfluo. El boca a boca se ha convertido en una alternativa más creíble. Y ese boca a boca tiene su origen muchas veces en ciertos libreros que conocen su oficio. Claro que el librero quiere vender, pero tanto le da un autor como otro. Vender, venderá cualquier libro que le pidan, pero si quiere mantener a cierto tipo de clientela fija, recomendará lo que de verdad le ha gustado o lo que le han señalado ciertos clientes de su confianza. Las asociaciones de libreros de Barcelona y Madrid seleccionan cada año un puñado de libros y premian uno de ellos. Puede que no siempre acierten en el premio, pero los cinco o seis libros seleccionados previamente nunca me han defraudado. Si una buena parte de la crítica ha derivado en publicidad, es lógico que lectores y libreros se entiendan entre ellos sin tenerles demasiado en cuenta.