¡Quién me lo habría dicho! Tan fieramente opuesto a ella en el pasado, tan profundamente soliviantado cuando conocida, fuese de índole política o eclesial, que ha contribuido, tal vez en mayor medida que otras evidencias, a mi creciente escepticismo respecto a la libertad que procura cualquier ideología.

Les confesaré que, incluso cuando discurso o espectáculo se me antojaban hirientes o manipuladores, me decía si acaso estaría olvidando algún aspecto que podría justificarlos o, en último término y si estuviera en mi mano ejercer de censor, con qué legitimidad podría coartar la expresión ajena. Bien es cierto que, siquiera como simple espectador, uno acaba cansado de morderse la lengua o matizar tanto las opiniones que acaba por preguntarse qué es realmente lo que opina. Sin embargo, la gota que ha colmado el vaso (tras una estupefacción de tal calado que me ha llevado a repetir la experiencia) no ha sido, como tal vez pudieran suponer, las declaraciones de cualquier obispo, los manejos de banqueros y políticos sin perrito que les ladre o el tratamiento (el mediático) del talón de Aquiles real, sino algo más pedestre si cabe: un programa televisivo. Por el azar que conlleva el zapping, di con la cadena ESO.TV, creo recordar, y no daba crédito, de modo que, tras asistir a una insólita representación en la que "la maestra" –brazos extendidos, mirada perdida–, en directa conexión con el más allá, "decretaba" la solución de cualquier problema que planteasen telefónicamente los cándidos televidentes, volví a las andadas al domingo siguiente.

Cuando las mentiras coinciden con sus intereses, los sinvergüenzas suelen ir a por todas y ahí estaba, frente a mis ojos, la abismal estupidez en busca del contagio. Con fondo de estrellas y llamaradas, una mujer que se reclama ¡princesa merovingia! (o el maestro Joao, según el día), simulan concentrarse en espera de una llamada –de pago– al tiempo que la presentadora canta las excelencias de esos cretinos. "¿Por qué alargas tu agonía? –pregunta los espectadores, junto a otras lindezas–. ¡Aleja de ti ese mal! Si tienes los caminos cerrados, pide un milagro (mareos, mal de ojo, dolor cervical… se lee en la pantalla). Caminarás por el lado brillante de la vida…". El maestro/a sigue con las muecas; aparece una virgen, un cristo y, por fin, la llamada del incauto. "¿Con quién hablo, mi amor?". "¿Qué pides?". Y, sea lo que sea, "la virgen de la rosa mística va a velar por ti. ¡Concedido! ¡Lo decreto! Buenas noches, bonita", o "muy bien: haré la oración pero no cruces las piernas (¿?)".

Quizá Gracián llevase razón cuando concluyó que son tontos cuantos lo parecen y la mitad de los otros, de forma que su elevado número puede hacer rentable el montaje. Sin embargo, ¿Para cuándo apostar definitivamente por la Ilustración? Acabar de una vez por todas con las supercherías pasa por fomentar el razonamiento; por educar: una responsabilidad que también compete a los poderes públicos y es incompatible con la escandalosa difusión de embustes flagrantes. Porque aquí no se trata de propagar creencias discutibles (todas lo son), sino de un fraude que no lo es menos por dirigirse a determinadas subpoblaciones y, como tal, debiera ser objeto de persecución y prohibición –es una de las censuras a que me refiero en el título– en tanto se educa a la ciudadanía para detectarlo, en cuyo caso perdería su razón de ser.

Igual ocurre (el programa Vida y futuro que comentaba no es el único ejemplo de tomadura de pelo con base en potenciales beneficios económicos) con los anuncios sobre las más que dudosas propiedades de ciertos productos. No basta con proclamar que el 94% de los dermatólogos recomiendan el potingue (intuyo que un porcentaje sacado de la manga); que ése otro mejunje reduce el colesterol o lo mucho que el de más allá estimula la flora intestinal. Las afirmaciones públicas han de poder probarse a requerimiento, y en otro caso, cuando dirigidas a sacar los dineros de quien pique, forman parte del timo y, en consecuencia, constituyen delito.

Sustituir las creencias por evidencias, obligaría a que muchos desaprensivos debieran modificar su modus vivendi y es responsabilidad de todos allanar ese camino, pero, en el ínterin, los políticos no debieran asistir impasibles a la difusión continuada de embustes que atentan contra la salud social, física o mental, y retrasan una pedagogía basada en el conocimiento. Marcar los límites en bien de todos es su responsabilidad, porque el derecho a la libertad de expresión no puede convertirse en paraguas para la estafa. Aunque se vista de lagarterana.

Como advertía Chesterton, y no fue precisamente ayer, lo peor no es no creer en nada –mal que les pese a algunos–, sino creer en cualquier cosa. En esa línea, un "lo decreto, mi amor", para que lo entiendan en su propio lenguaje, pero referido a la clausura del programa y multa consiguiente, o la supresión de cualquier publicidad engañosa, la censura, en fin, podría ser un mal menor. Y a la larga muy de agradecer.