Einstein abordaba cada experimento teórico o Gedankenexperiment con una reflexión que da cuenta de su ambición. "Si yo fuera Dios, ¿habría hecho el Universo de esta manera?" Vigilado por esta implacable exigencia, desarrolló en la segunda década del siglo XX la plasticidad de una teoría de la relatividad generalizada que remodelaba el cosmos, y que se consolidó al demostrar el sometimiento de la luz a los campos gravitatorios. El mayor científico de la historia –aun admitiendo el pugilato con Newton– no se avenía dócilmente al veredicto de la experimentación, y sostenía que su propuesta era verdadera con independencia del pronunciamiento de los aparatos de medida.

Einstein escribió recto con renglones torcidos. La carrera artística del padre de la relatividad le llevó a crear un universo a su imagen, desde una testarudez no exenta de equivocaciones impropias de un genio. En la primera década del siglo XX, con 26 años y un cargo secundario en una oficina de patentes, desarrolla los inconvenientes de la sincronización y la simultaneidad, la velocidad pretendidamente inalcanzable de la luz, la magia selectiva del efecto fotoeléctrico y la ecuación más famosa de la historia. Pese a intentarlo en repetidas ocasiones, nunca llegaría a demostrar por completo que E=m.c2, pero su intuición se sobrepuso de nuevo a sus carencias.

No se apeaba de sus convicciones, pero confesaba sus errores. Así ocurrió con la constante de quita y pon que corregía su universo inflacionario. Definió la inclusión del artefacto como "el mayor fiasco de mi vida", aunque el juicio está suspendido a la espera de la sentencia definitiva. La tozudez de Einstein bordeó la cerrilidad en su aversión a las ramificaciones atentatorias a la evidencia –partículas que están en dos sitios o en ninguno a la vez–, de la mecánica cuántica que había contribuido a alumbrar. De nuevo se divinizaba en la famosa leyenda de que "Dios no juega a los dados", pronunciada después de haberle puesto el cubilete en las manos al Viejo, nombre que utilizaba con socarronería para referirse a su único superior.

Einstein creaba ficciones que a continuación se sostenían prodigiosamente en la realidad. A menudo ocultaba las deudas con sus predecesores –un tal Poincaré, en el caso de la relatividad especial–, pero también a él se le podría aplicar otra de sus frases, "Dios es astuto, pero no es malicioso". Unos neutrones juguetones han devuelto a la actualidad a quien siempre la despreció. La amenaza de una velocidad superior a la luz reingresa a la ciencia en el reino del misterio. En la jerarquía einsteiniana, se trata de "la más bella experiencia", la que mantiene despiertos a los seres humanos. En su caso, se estrelló contra la reconciliación de los saberes físicos en una gran teoría unificada, empeño infructuoso que ocupó los últimos años de su vida.

El talón de Aquiles de Einstein eran las matemáticas. Jamás las dominó con la soltura que desplegaba en la comprensión de la realidad física. Se hacía acompañar de sucesivos matemáticos, a quienes llamaba "mis caballos calculistas", una humillante comparación con los cuadrúpedos que exhibían sus dotes numéricas en las ferias. Con este refuerzo, buceaba en su tesis de que "lo asombroso del universo es que sea inteligible". Defendía la teoría como fuente de la experimentación, y no viceversa. En fin, también Newton concedió una importancia a la alquimia y la astrología que tiende a ser arrinconada por sus adoradores. Galileo, cuya arrogancia lo separa de Einstein, estaba realmente equivocado, porque sus estudios conducían a la existencia de dos lunas terrestres. Y Koestler escribió de Kepler que llegó a sus conclusiones astronómicas sin efectuar un solo paso correcto.

Desde Colón, los pioneros nunca siguen el camino más corto ni desembarazado. La accidentada historia de la ciencia demuestra que la razón ha sido depositada en manos de visionarios. La corrección de sus excesos se debe a la eficacia del alcantarillado científico, que expele periódicamente los errores acumulados, en aplicación de las técnicas de falsabilidad popperianas. A Einstein le cabía el universo en la cabeza. Materializó las ideas que rumiaba en sus intensas meditaciones, un lenguaje que compartía con otros aventajados como Lewis Carroll, Wittgenstein, Kurt Gödel o Philip K. Dick.

A menudo cuesta discernir a los vanguardistas de la realidad de los abundantes charlatanes que han compartido su senda. En el caso de Einstein, se llevará un chasco quien pretenda atraerlo a su bando. Solitario innegociable, no reconoció ninguna autoridad, cultivó un panteísmo personalizado y, respecto de sus equivocaciones, hubiera asumido la sentencia de otro genio del penúltimo siglo. "Dejadme cometer mis propios errores", dijo Charles Chaplin.