La "tasa Tobin" es una vieja propuesta lanzada en 1971 por el economista norteamericano James Tobin, premio Nobel de Economía en 1981. Después de que Nixon pusiera definitivamente fin al sistema de Bretton Woods surgido tras la Segunda Guerra Mundial y que consagraba la convertibilidad del dólar en lingotes de oro, y tras la implantación de un sistema de tipos de cambio flotantes y la eliminación de los controles sobre los movimientos de capitales, Tobin sugirió un nuevo sistema para asegurar la estabilidad monetaria mundial y propuso que tal sistema debería incluir una tasa que gravara las transacciones comerciales internacionales. Con posterioridad, la idea de la "tasa Tobin" fue rescatada por los movimientos altermundistas –ATTAC y otros–, empeñados en corregir los abusos del neoliberalismo y de la globalización, y necesitados de conseguir recursos para sus propósitos redistributivos, aunque el significado de su propuesta era muy distinto del que originariamente alentó Tobin.

El pasado miércoles, el presidente de la Comisión Europea, Barroso, reclamó una vez más en un vibrante discurso en el Parlamento Europeo el establecimiento de una tasa sobre las transacciones financieras, al estilo de la legendaria "tasa Tobin". Se trataría de gravar con un 0,1% las transacciones con acciones y bonos y con un 0,01% las operaciones con derivados, todo lo cual proporcionaría a la Unión Europea unos recursos de unos 55.000 millones de euros anuales. En realidad, la idea de esta tasa sobre las transferencias de capital ya había sido manejada por el Consejo Europeo y ha sido impulsada concretamente por Merkel y Sarkozy.

No cabe duda de que la propuesta es atractiva, no sólo porque en estos momentos de grave crisis en que las haciendas estatales tienen grandes dificultades para obtener recursos y evitar déficit resultan balsámicas las entradas de dinerario sino también porque la recesión fue consecuencia de la voracidad y la falta de ética del sistema financiero, por lo que parece razonable que éste contribuya a paliar los efectos de sus propios excesos. Evidentemente, lo ideal sería que la tasa fuera universal ya que, de otro modo, generaría peligrosas deslocalizaciones como ha advertido el presidente del BCE.

Sin embargo, no cabe ocultar que la imposición de esta tasa tendría el efecto interventor que precisamente buscaba su inventor, James Tobin, y es muy improbable que los grandes poderes económicos internacionales acepten un control de los flujos de capitales. De momento, Londres ya se ha negado en redondo a sopesar siquiera la propuesta. En los Estados Unidos, la idea es impensable por la oposición frontal e irreductible de los republicanos; y no es fácil que las potencias emergentes acepten someterse a esta iniciativa de la vieja Europa, cuyo crédito en el mundo de la economía financiera es más bien escaso.

En definitiva, bien está que los líderes europeos agucen el ingenio y efectúen propuestas creativas, pero ante el drama concreto que padecemos, consecuencia de la inconsistencia de un euro mal construido y peor sustentado sobre la heterogeneidad del Eurogrupo, mejor sería que trabajasen con los pies en el suelo en favor de la integración europea, con objeto de que nuestra divisa se consolide sobre una gobernanza que permita una única política económica y fiscal en el seno de una gran construcción federal europea.