En Washington lo compararon con Pearl Harbour, aquel día que siempre "vivirá en la infamia", y Le Monde tituló que todos nos sentíamos americanos en solidaridad con las víctimas de la tragedia.

Fue un acontecimiento que nos conmovió hasta la médula, como también ocurrió con nuestro 11-M –todos recordamos dónde estábamos en aquellos precisos momentos– y que visto con la perspectiva que dan los diez años transcurridos nos permite apreciar los cambios que ha producido, unos buenos y otros no tanto.

En sentido positivo hay que destacar la mayor resistencia en la sociedad a los ataques terroristas. Somos ahora más fuertes, hemos mejorado nuestra capacidad de combatir el terrorismo dentro de la ley y sin cambiar nuestros modos de vida, se ha desarrollado mucho la coordinación interna y la cooperación internacional entre los países europeos y con los EE UU, con acuerdos de asistencia legal y extradición. Se ha avanzado en seguridad aérea (declaración de Toledo entre la UE y los EE UU en 2010) y en el rastreo de la financiación internacional de los grupos terroristas. También las Naciones Unidas aprobaron en 2006 una estrategia global para combatir el terrorismo. Al Qaeda está rota, su líder muerto, sus operativos en fuga con dificultades para comunicarse y financiarse y aunque nunca se pueda excluir un atentado, lo cierto es que no ha vuelto a haberlo de la magnitud de los de Nueva York, Madrid o Londres.

Además, aquellos atentados han conducido a una revisión de la seguridad nacional en muchos países. Conscientes de que, como siempre pasa, los terroristas se infiltran por las rendijas que dejan las competencias compartidas entre distintos servicios de seguridad, se han creado instrumentos de coordinación que tratan de cerrar esos huecos a la vez que se incrementaba la cooperación entre servicios. También las fuerzas armadas se han visto obligadas a redefinir sus estrategias y prioridades ante la creciente evidencia de que los enemigos más probables son hoy los grupos terroristas o insurgentes que operen desde estados fallidos contra los que poco pueden hacer los tanques, pongo por caso, y mucho los grupos de operaciones especiales de rápido despliegue o los aviones no tripulados. Son decisiones de gran calado para la política de defensa y sus menguantes presupuestos.

En sentido negativo, aquellos ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono ensimismaron a los EE UU, que desatendieron otros problemas dentro y fuera de casa y nos embarcaron a todos en un par de guerras muy complicadas en Afganistán y en Irak que lo menos que se puede decir es que no han contribuido a mejorar la imagen de Occidente en el mundo islámico. Son guerras que han tenido un coste altísimo en vidas humanas, que dividieron a los europeos entre la "vieja Europa" y "la nueva" y que crearon tensiones graves en la relación trasatlántica, hoy felizmente superadas como prueba la operación militar sobre Libia. Ahora ambas guerras están en fase final aunque nadie pueda garantizar la evolución futura de Irak y de Afganistán. El coste económico de estos conflictos ha sido muy elevado y no es ajeno a los abultados déficits de la economía norteamericana.

A diez años del 11-S los norteamericanos parecen haber dejado atrás el unilateralismo que les llevó a Irak y a Afganistán en favor de una política multilateral, que implica negociar, convencer y cooperar con el respaldo de las organizaciones internacionales competentes. Libia es un buen ejemplo. Esa nueva disposición ha facilitado el ascenso de otras potencias al escenario de la geopolítica mundial. China, la India, Brasil y otros países cada vez tendrán más protagonismo en el juego internacional. La crisis económica que sufre Occidente no es tampoco ajena a esta situación y todo ello reunido plantea dudas sobre si los EE UU no habrán sobrepasado sus capacidades, que es el momento en que los imperios comienzan su decadencia. Ese es un fantasma muy presente en círculos políticos de Washington, con opiniones para todos los gustos. Yo soy de los que opinan que la fortaleza de los EE UU no solo en el plano militar sino también en las esferas económica, cultural, y, sobre todo, en investigación, tecnología y "poder blando" es tan grande que nadie amenazará seriamente esa hegemonía durante los próximos 30 años, por lo menos.

Lo que desgraciadamente ha empeorado en los EE UU es la admirable cohesión que siguió a los atentados. Aquel envidiable united we stand de 2001 ha sido hoy reemplazado por una fuerte polarización política que se ha manifestado en el reciente debate parlamentario sobre el techo del déficit, que no es ajeno al hecho de que se aproximan las elecciones presidenciales de 2012. Pero de eso no tienen la culpa los atentados cuyo décimo aniversario recordamos ahora.

Sería deseable que la comunidad internacional recuperara aquel espíritu de unidad que animó los primeros momentos tras los ataques terroristas de 2001 para hacer frente, todos juntos, a los grandes retos del momento como el cambio climático, la desigual distribución de la riqueza o la crisis económica.