como todo en esta vida, el Derecho Internacional no es algo estático sino que evoluciona desde que Grocio y el padre Victoria sentaran sus bases hace 500 años. Mucho ha llovido desde entonces y unos de los aspectos que más ha cambiado es el concepto de soberanía estatal. Concebido por Bodino como algo absoluto, hoy sabemos que tiene límites como vemos a diario por la forma en que nos afectan decisiones económicas y financieras adoptadas lejos de nuestras fronteras.

Uno de esos límites tiene que ver con las cuestiones humanitarias. Antes se pensaba que lo que ocurría dentro de un país era de su absoluta incumbencia y responsabilidad. Ya no. En el mundo posmoderno que trasciende el concepto de soberanía pensamos que esta no solo implica control sobre un territorio y una población sino que también supone responsabilidad sobre lo que sucede en ese territorio y lo que le ocurre a esa población, de forma que si provoca o si no pone remedio a ciertas situaciones especialmente graves, la comunidad internacional tiene no solo el derecho sino el deber de intervenir. Se empezó hablando de derecho de injerencia para hablar más tarde de derecho de intervención. Hoy, tras la Cumbre Mundial de la ONU de 2005, le llamamos "la responsabilidad de proteger" y se aplica con criterio restrictivo por quien tiene capacidad para ello (el Consejo de Seguridad) a situaciones muy tasadas como son el genocidio, la limpieza étnica, los crímenes de guerra o los crímenes contra la humanidad.

Pero no todos los casos donde ocurra alguna de estas situaciones darán lugar a una intervención militar como la que se está produciendo en Libia porque la opción bélica debe ser siempre la última ratio y utilizarse solo cuando todo lo demás haya fallado: la diplomacia preventiva, las sanciones económicas y financieras, los embargos (incluido el de armas) y, por fin, la presión coercitiva, que plantea, cuando se pone en práctica, tanto dilemas morales como estratégicos pues siempre habrá situaciones dramáticas que por su dimensión o lejanía escapen a nuestra capacidad de actuar o a nuestra voluntad política de hacerlo. El terrible genocidio tutsi de Ruanda en 1994 es el primer ejemplo que se me viene a la mente pero no es desgraciadamente el único como muestra el caso de los jemeres rojos en Cambodia. Estos mismos días asistimos a otro brutal genocidio en Somalia donde bandas armadas de Al Shabaab impiden a las agencias humanitarias llevar ayuda para paliar la hambruna provocada por la falta de agua y condenan así a muerte a unos 3,2 millones de personas. Eso es genocidio delante de nuestras narices. Y no lo impedimos..

En cambio en Libia sí que lo hemos hecho, pero es que Libia nos ofrecía el escenario ideal para una intervención humanitaria aplicando el principio novedoso de la responsabilidad de proteger.

Es un escenario ideal porque es un país pequeño que apenas cuenta con 6 millones de habitantes concentrados en una estrecha franja litoral, lo que facilita las operaciones militares. Además está cerca de Europa y eso permite operar desde nuestras bases en lugar de ir a tierras lejanas con todo el esfuerzo logístico y económico que implica. Además allí hay una fuerza rebelde a la que ayudar, lo que nos ha permitido echar una mano sin bajas por nuestra parte que es algo que nuestras opiniones públicas tienen mucha dificultad para aceptar. Esa fuerza rebelde luchaba por algo tan noble como la libertad y merecía nuestro apoyo porque en Libia estaba el perfecto tirano, un guionista de cine no crearía uno mejor, un dictador sanguinario y enloquecido que maltrata a su país desde hace 40 años llenando las cárceles con sus opositores políticos y los cementerios con sus cadáveres y que ahora amenazaba con "matar como ratas" a los habitantes revueltos de Bengasi. Por si faltaba algo, las revoluciones árabes en los países vecinos de Túnez y Egipto que derrocaron a sátrapas como Ben Ali y Mubarak había fijado nuestra atención en la otrora olvidada África del Norte con lo que no había forma de que estos crímenes pasaran inadvertidos. El mundo no hubiera podido asistir impasible al exterminio de los habitantes de Bengasi y la ONU —que es quien puede hacerlo— se movilizó para impedirlo.

Por fin —y este es un dato de gran importancia— Gadafi se había quedado solo entre sus pares árabes hasta el punto de que la Liga Árabe, la Conferencia Islámica y el Consejo de Cooperación del Golfo apoyaron las resoluciones 1970 y 1973 del Consejo de Seguridad cuando declararon una zona de no-sobrevuelo en Libia con el uso "de todas las medidas necesarias" para impedir atrocidades contra la población. La ONU encontró en la OTAN el brazo ejecutor ideal, una OTAN deseosa de demostrar al mundo que sigue siendo útil tras la desaparición de la URSS y, lo que es aún más importante, que es capaz de actuar eficazmente cuando los americanos no dirigen la operación. La participación de Qatar y Emiratos le quita tufillo occidental al operativo, para que ningún malpensado diga que el objetivo europeo era el petróleo libio.

Dos últimos detalles: ni Rusia ni China tienen en Libia intereses tan importantes que les llevaran a vetar la operación en la ONU y, además, Libia es un país rico que puede pagar su reconstrucción con sus exportaciones de petróleo. Porque en mi opinión, lo fácil es lo que ya se ha hecho y es ahora cuando de verdad empieza lo más complicado, que es crear un estado moderno en un país sin partidos, sindicatos o historia común y donde la única realidad verdadera es la tribal. Pero esa es ya otra historia.

No es fácil que se vuelvan a reunir todas estas condiciones y eso explica que la responsabilidad de proteger se haya aplicado en Libia.