No sé cuántas veces se ha venido alertando de que en Son Gotleu confluyen todos los ingredientes necesarios para que se dé un estallido de violencia: abandono de la barriada, su control por las mafias de la droga e inmigración ilegal y la paralela marginación. Todo un explosivo de incierta pero potente deflagración. Lo que acaba de suceder no es el reventón que se aguarda; se ha visto únicamente el desvaído reflejo de lo que acontecerá si allí no se entra con todo y se llega hasta el final para embridar el desbocado caballo que galopa en una parte de Palma vedada a los ciudadanos, porque hay que tener menos de dos dedos de frente para adentrarse por sus calles. En Son Gotleu las administraciones han hecho una flagrante dejación de responsabilidades, hasta el punto de convertirlo en algo parecido a las barriadas de las ciudades latinoamericanas en las que nadie se atreve a penetrar. A eso hemos llegado por la incomparecencia de los poderes públicos, que tienen la obligación no cumplida de garantizar la seguridad de todos. En Cort, consistorio tras consistorio, la inanición ha sido la norma. Cuando un histriónico Ginés Quiñonero, exconcejal socialista y presidente de la Asociación de Vecinos, clama contra el Ayuntamiento y expone lo que se está padeciendo, es tildado de xenófobo. La acusación de siempre por parte de una cierta progresía, que hasta ayer mismo estaba gobernando en Palma, incapacitada para actuar salvo dando subvenciones a asociaciones demasiadas veces opacas en su funcionamiento y cuestionables en algunas de sus actuaciones.

Son Gotleu es el permanente escenario de una contienda entre etnias: marroquíes, gitanos y en los años postreros nigerianos. La mayoría quieren vivir en paz. No puede. Joaquín Fernández, portavoz de los vecinos gitanos, me dice que ha nacido en la barriada, que allí tiene a buena parte de su familia y que el deseo de casi todos es trabajar, no molestar y no ser molestado. Tenía un bar: lo vendió, al igual que su piso, y se ha ido de la barriada. No lo manifiesta, porque hace de mediador, pero su peripecia vital es elocuente: ha tenido que abandonar. Añade que los gitanos se están marchando de Son Gotleu, apenas, precisa, quedan quince familias. ¿Por qué? Las mafias nigerianas de la droga han obtenido el control. Esa es la verdad, la incómoda verdad que los poderes públicos tratan de obviar apelando a entendimientos, a la convivencia entre etnias y, una vez obtenida una precaria tregua, olvidar lo más rápidamente posible que en Palma existe una barriada llamada Son Gotleu, en la que cada vez más rige la ley de las bandas y a la que no me atreví a acceder al mediodía, más allá de unos pocos metros, para observar cómo están las cosas.

A la manifiesta incapacidad exhibida por Cort (las responsabilidades del anterior concejal de asuntos sociales, Eberhard Grosske, son evidentes, al igual que las de la exalcaldesa, Aina Calvo) ayer y hasta el momento hoy, se añaden las extrañas actuaciones de otras administraciones. La muerte del nigeriano y la violencia que el hecho desencadena, lleva a que la policía detenga a cinco de los instigadores o participantes poniéndolos a disposición judicial. Se comprueba que algunos de ellos, parece que tres, están en España en situación irregular. ¿Cuál es el resultado? Sorprendentemente se les pone en libertad y ya vuelven a estar en Son Gotleu. Se podrán aducir múltiples razones, pero entiendo que si un extranjero está en España al margen de la ley, se le detiene y se actúa en consecuencia. Es la obligación de los poderes públicos.

Es lo que debe esperarse de ellos, como es deseable que actúen cuando se sabe que en no pocos pisos de Son Gotleu, de apenas sesenta metros cuadrados, se hacinan decenas de personas, que establecen turnos hasta para dormir; tampoco es pedir un imposible que las administraciones impidan, porque pueden y deben hacerlo, que decenas de prostitutas tengan sus bases en Son Gotleu y desde allí, perfectamente dirigidas, acudan a los puntos donde les ha sido establecida su actuación. Todo lo que sucede en Son Gotleu es conocido, pero no parece suficiente para que desencadene la actuación contundente que los ciudadanos aguardan. Pedir un control efectivo de la inmigración ilegal, decir que aquí no cabemos todos y que se ha hecho urgente combatir a las mafias que llegan con ella, no es xenofobia; es otra cosa igualmente lamentable y con un único resultado posible: insuflar vida a la xenofobia de la que se execra.

Cuando se produzca el próximo episodio de violencia, que lo habrá, volveremos a lo de siempre: palabras y solo palabras, pero en algún momento la situación quedará fuera de control. En Londres, por otras causas, ya han padecido el estallido. Conviene preguntarse si se va a permitir que las mafias se hagan casi intocables, si se dejará que el problema de Son Gotleu se convierta en insoluble.