No sé si seguirá volando por allí, pero hace unos diez años, a la hora de la siesta, un halcón peregrino planeaba en solitario sobre el mar, muy cerca de Sa Foradada, en la Costa Nord. Me gustaba mirarlo con dos vecinos galeses, Ben y Jamie, uno de diez años y el otro de 12, que llevaban camisetas de la selección española y del Barça y eran expertos en fútbol y en pájaros. "¡Ahí va!", gritaban en inglés, y nos asomábamos a la terraza y mirábamos cómo pasaba volando el halcón peregrino.

Ben quería ser veterinario y Jamie quería ser periodista deportivo, y ahora que caigo, es posible que alguno de los dos ya lo sea, porque ha pasado el tiempo suficiente y aquellos dos niños se merecían cumplir sus deseos. Espero que sean felices, estén donde estén, porque he conocido a pocos niños tan despiertos y alegres y que me hayan hecho disfrutar tanto viendo pasar la silueta lejana de un halcón. Cuando lo veíamos cerca de Sa Foradada, Ben y Jamie se ponían a imitar el vuelo del halcón y movían los brazos y hacían como que planeaban sobre los pinos. "El halcón, el halcón", repetían en la terraza, y yo miraba hacia el mar, y veía una sombra oscura que se deslizaba muy deprisa por el aire, y entonces recordaba unas palabras que no sé de dónde llegaban, unas palabras que hablaban del halcón moteado del alba y de la belleza abigarrada del mundo, y aquellas palabras se fundían con la silueta del halcón y con el azul del mar y con los movimientos de Ben y Jamie en la terraza de El Encinar.

De un modo extraño, esas palabras que casi no recordaba de dónde venían me han acompañado a menudo. En la costa de Irlanda, cuando un aguilucho lagunero planeaba sobre un camino rural, a primera hora de la mañana, esas palabras misteriosas también resonaban en mi mente, y las alas moteadas del halcón del alba, o el halcón moteado que volaba con el alba –porque las palabras cambiaban a su aire-, volvían a fundirse con la belleza abigarrada del mundo. Y en la costa del Atlántico, en Portugal, cuando los charranes volaban muy bajo sobre la orilla en busca de peces, se me volvían a aparecer esos versos que describían el éxtasis de un ave flotando en el viento. Porque eran versos, eso lo sabía bien, aunque no sabía de quién eran ni dónde los había leído. Sólo sabía que se me había quedado grabados en la memoria, como un violento rayo de sol que no se va de la retina, igual que se me habían quedado grabados los nombres de Ben y Jamie y sus sonrisas y sus camisetas de fútbol.

Ahora he logrado identificar esos versos que me acompañan desde hace tantos años. Son de un jesuita inglés que murió en Dublín en 1889, Gerard Manley Hopkins, un poeta con fama de rebuscado y barroco y tal vez incomprensible. Pero estos días he leído la traducción de sus poemas que ha hecho Antonio Rivero Taravillo (El mar y la alondra, en ediciones Vaso Roto), y lo único que puedo decir de Hopkins es que es un poeta colosal. Y sí, si, ahí están los dos poemas que llevan treinta años resonando en mi cabeza, "Ave al viento" y "Abigarrada belleza", esos poemas que leí ya no sé dónde y que me dejaron la imagen del halcón moteado y la idea de que el mundo está lleno de belleza y por ello hay que alabar a Dios. "De todo es padre, y su belleza no cambia. Alabadlo", termina Hopkins su poema sobre la belleza abigarrada. Y uno se queda estupefacto, igual que lo estaba yo con los niños galeses, Ben y Jamie, cuando mirábamos al halcón peregrino que volaba hacia Sa Foradada sobre un bosque que olía a mirto y a pinaza seca.

La buena poesía consigue unos efectos que no he conseguido experimentar de ningún otro modo. Me refiero a una densidad de la experiencia, o a una profundidad de la emoción, que resultan inalcanzables por cualquier otra vía. He probado muchas drogas y he bebido muchas cosas, pero ningún fármaco ni ninguna sustancia legal o ilegal ha logrado hacerme ver y sentir lo que he visto y sentido leyendo un buen poema. Y eso es lo que me ha pasado leyendo los poemas de Gerard Manley Hopkins, que tiene también un poema dedicado a San Alfonso Rodríguez, el portero de Montesión, y que termina con este verso: "Y en Mallorca estaba Alfonso en la puerta apostado". Hopkins llevó una vida tan sedentaria y reclusa como la de san Alfonso Rodríguez, pero en su poesía todo se mueve y gira y baila y entra en una especie de éxtasis serpenteante que no para en ningún momento, igual que aquel halcón peregrino de Sa Foradada que volaba a la hora de la siesta.