Si Rubén Darío modernizó el español como lengua literaria, Borges lo revitalizó para la modernidad sin despeinarse. A la inglesa, quiero decir. Es una deuda argentina, que podría confundirse con tantas otras, de cariz menor pero no por eso desdeñables. Desde la más adecuada introducción del castellano en el rock en la España de finales de los 70, a la renovación de la publicidad –los mejores anuncios televisivos han sido, durante años, argentinos–, o la riqueza cinematográfica –y el sentido del humor que la acompaña– nacida en la pobreza de medios y el peso de un pasado siniestro y un presente atribulado. Pero si volvemos a la literatura, también están sus autores contemporáneos –de Piglia a Fresán pasando por Fogwill, Aira y otros– y la frecuente confirmación de una calidad distinta. Luego está Patricio Pron –nacido en 1975, durante la época del caos que precedería al horror–, que es argentino pero que no necesariamente sabe uno de donde es. Más allá de ese territorio cuyas fronteras son la lectura y la escritura, quiero decir.

He leído tres libros de Pron: El comienzo de la primavera, El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan y El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia. Dos buenas novelas que flanquean un gran libro de relatos –los tres en Mondadori– aunque Pron ha publicado varios más. Yo sólo he leído estos tres como leo de vez en cuando sus artículos, con la misma curiosidad e interés que sus entrevistas. Pron es un hombre inteligente, culto y listo. Pero eso no quiere decir nada. O sí, pero no tanto como suele creerse a menudo. Hay bastantes hombres inteligentes, muchos más hombres listos –no digamos en Mallorca, donde ser viu alcanza categoría de idolatría– y menos –pero los hay– cultos.

La cuestión es cómo se emplea esa inteligencia, si se embrida y canaliza, o no, la listeza en el respeto a los demás, y el grado de libertad y de disfrute de la vida que produce ser culto. Hasta dónde yo sé de Pron –y la mayor parte que sé procede de mis lecturas, pero también de los días en que he coincidido con él (dos veces en las recientes Converses de Formentor)– cumple con sus tres atributos y los enmarca –con la seriedad que merecen esos atributos y con la mayor seriedad que merece la literatura en tiempos de frivolidad e irresponsable desparpajo– en su conocimiento analítico de la tradición y la modernidad, y en su posicionamiento literario desde ese conocimiento de la tradición y la modernidad. Sin que le falte el humor –fino y divertido– que suele acompañar a esos tres atributos cuando se alían para bien. Hasta donde yo sé. Y a partir de ahí, desmarcándose de lo que le rodea o no, surge el Pron narrador, el Pron creador de ficciones, el Pron que conocemos sus lectores. El que sus lectores, en fin, estamos encantados de conocer.

En su última novela –El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, título que surge de la poesía de Dylan Thomas– ambos prones (y perdón por la expresión) se funden en uno solo sin llegar a confundirse. Es decir, sin dejar de ser novela siendo, al mismo tiempo, una literatura fundada en lo autobiográfico. Y que se parece mucho, su resultado, a un libro autobiográfico en el que una sola gota de ficción –la cita es de Muñoz Molina, evocada por Pron al final de su libro– lo tiñe todo de ficción. Sin humor, eso sí, porque el humor, aquí, sería un invitado de viscosa impertinencia: este libro deriva de la última dictadura militar argentina y su caótico prólogo, y se adentra en ella –apenas sin nombrarla– como quien se adentra en una lacra familiar.

La vida de Pron arrancó ahí, con todos los miedos que eso implica: "La exhibición de la naturaleza brutal del mundo y de la escasísima distancia que separaba la vida de la muerte de las cosas –escribe Pron en la novela– no hizo de mí un niño más fuerte, sino que instaló en mí un terror indefinible que me acompaña desde entonces. Ahora bien, quizá la confrontación con el terror fuera la forma escogida por mi padre para ahorrármelo, tal vez su exhibición tuviera como finalidad hacer de mí alguien indiferente a él o, por el contrario, alguien con la suficiente conciencia de él para aprender a velar por sí mismo". Y en ese aprendizaje está la particular odisea del protagonista del libro: su larga estancia alemana, fruto de la huida–; sus prosas alemanas –alejadas de lo argentino y no sólo físicamente–; su amnesia causada por ansiolíticos y antidepresivos; sus sueños como un catálogo de horrores –metáfora de la sistematización de la perversión como método del Estado–, y su regreso a casa para visitar al padre grave y hospitalizado. Un padre cuya generación contribuyó al caos y fue víctima de sus amenazadoras consecuencias. La trama viene luego, con la búsqueda de un cadáver que son dos y son todos los cadáveres, y las piezas del puzzle recomponiéndose, muchos años después de que aquel niño tuviera que salir a la calle por la acera que miraba a los coches y nunca por la de los que venían por detrás. Y tuviera que callar –siempre callar– sobre cualquier cosa que se hablara en familia. Hasta que en El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, se han roto todos los silencios y la memoria, navegando entre la crueldad y la placidez, entre el asombro y la comprensión, entre el desasosiego y el perdón, también ha regresado a casa.