Está prácticamente concluido el proceso de formación de las instituciones renovadas en las últimas elecciones locales y autonómicas, y la generalizada alternancia, que revela un desgaste tremendo del socialismo que se ha topado de bruces con la mayor crisis económica de la democracia, se ha producido con normalidad, y las únicas polémicas que se han desatado, algunas todavía vivas, se han relacionado con el papel de las minorías. Como es conocido, UPyD, una formación ambigua y oportunista creada por la exsocialista Rosa Díez, ha actuado a modo de bisagra en un número considerable de ayuntamientos. Asimismo, Izquierda Unida ha dispuesto de la llave en cientos de ayuntamientos y ha tomado la llamativa decisión de entregar el poder al Partido Popular en la comunidad autónoma extremeña.

El movimiento del 15-M, o de los "indignados", ha efectuado numerosas propuestas, y uno de los vectores que con más fuerza esgrimen los inconformistas es el de la reforma de la ley electoral, precisamente en el sentido de abrazar la proporcionalidad pura. Tras esta tesis, está la idea de que los grandes partidos han pactado un sistema electoral cerrado en su propio beneficio, por lo que la profundización democrática debería consistir, sobre todo, en permitir el acceso equitativo, en condiciones igualitarias, a todas las formaciones que decidan concurrir a las elecciones.

Es muy dudoso que la capacidad de UPyD y de IU de inclinar la balanza a un lado o a otro perfeccione la democracia, y hay que decirlo así con toda claridad. Rosa Díez mantuvo determinados principios políticos mientras sus conmilitones socialistas la arroparon y promocionaron, pero los cambió radicalmente en cuanto las elecciones internas le fueron adversas (conviene recordar que optó a la secretaría general del PSOE en el mismo congreso que ganó Zapatero). Y la actual Izquierda Unida tiene tal inconsistencia intelectual que, pese a lo proclamado en la campaña y a lo que parecería ser la conducta derivada de aplicar el sentido común, alienta la formación de gobiernos conservadores por su ocasional enemistad con las agrupaciones socialistas en determinados lugares.

No hace falta decir que si se acentuara la proporcionalidad todavía más, el barullo de los pactos y coaliciones que habría que obtener para conseguir la gobernabilidad de las instituciones sería todavía mayor. Y de ahí que algunos de los principales regímenes políticos del mundo sean mayoritarios a una o dos vueltas, para impedir precisamente la "italianización" de sus modelos. En efecto, Italia fue en la segunda mitad del siglo XX un lamentable ejemplo de inestabilidad por la proporcionalidad pura de su sistema electoral, que dio lugar a una constelación de partidos y redujo la estabilidad media de los sucesivos gobiernos a menos de un año.

Si se quiere "democratizar" la vida pública, la solución no estriba probablemente en aumentar el número de actores que compiten en las elecciones sino en reforzar la democracia interna de los partidos que ya existen, y que en prácticamente todos los casos son maquinarias rígidas dominadas por una elite que no circula y que mantiene un control férreo de la organización, gracias sobre todo al ascendiente que le otorga el control de las listas "cerradas y bloqueadas", en las que no se entra sin la benevolencia de la dirección. Éste habría de ser el campo abonado de la regeneración democrática.