Cuando leo la noticia de alguna de las atrocidades bélicas a las que nos tiene acostumbrados nuestra época, siempre me hago la misma pregunta: ¿qué diría el capitán de la Wehrmacht Ernst Jünger? Jünger –cuyos Diarios de guerra y ocupación (los dos primeros tomos de Radiaciones) son una de las mayores obras del siglo XX– creía en el Ejército como compendio de las virtudes caballerescas, donde la salvaguarda del honor –no sólo el propio sino el de los demás (léase civiles, léase culturas ajenas)– era una de las obligaciones del militar. He conocido a algunos militares así. Jünger en eso era un hombre clásico, en el mismo sentido que lo es Marco Aurelio. En otras cosas era un hombre moderno; o al menos un hombre que, en su poderoso visionarismo, perfilaba o definía, antes de que llegaran, los tiempos que habían de venir.

Hacia el final de la II Guerra Mundial –julio de 1944–, Jünger anotó en su Diario una observación sobre Céline, el escritor francés colaboracionista durante la Ocupación y autor de unos tremendos panfletos antisemitas. Dice así: "Heller me contó que Céline, apenas ocurrió el desembarco [aliado], había pedido papeles a la embajada y se había refugiado en Alemania. Curioso, cómo aquellos capaces de exigir con sangre fría la cabeza de millones de hombres, se inquietan por su pequeña vida sucia. Ambos hechos deben de estar ligados".

Pensé en esta nota a menudo, cuando la guerra de Yugoslavia destilaba dosis de horror diarias en la taza de nuestro desayuno. Volví a pensar en ella cuando detuvieron al psiquiatra líder de los serbo-bosnios, disfrazado de curandero cósmico o radioestesista galáctico. Y de nuevo ahora, al ver a su jefe de Estado Mayor como un rehén asustado y lloriqueante. ¡Qué diferencia con la pose orgullosa y omnipotente al entrar en Srebrenica! ¿Dónde está la soberbia del todopoderoso señor de la muerte, del temido caudillo de la horca y el cuchillo, del general comunista metamorfoseado en león nacionalista dispuesto a olvidar su pasado a costa de la sangre de los otros? La verdad es que estar, está: camuflada en la vulgar y tan extendida astucia de creerse más listo que los demás, ya saben: como la energía, eso no se destruye sino que se transforma.

Ante estas situaciones dos pensamientos suelen rondarle a uno cuando las contempla. El primero es que los verdugos, la mano de obra, bajo el mando del gran criminal –sea cual sea ese gran criminal– no pagarán nunca por lo que hicieron y ésta es una de las causas que también les empuja a hacerlo. Lo segundo es que el hombre camuflado en un disfraz estrambótico –el psiquiatra– o en un gran susto e incomprensión –el general–, va a recuperarse en cuanto llegue a la prisión de La Haya y vea la confortable celda que le ha tocado –individual, 14 metros, televisión por cable y otras lindezas (según prensa)– y la impecable seguridad –una seguridad que protege– del establecimiento carcelario. Esto va a devolverle parte de su frialdad psicopática –lo digo por adjetivar, no por exonerar– y pronto va a comportarse casi como si estuviera al frente de sus soldados. Aunque el capitán Ernst Jünger negaría la condición de soldados a esos asesinos; en otra de sus notas apuntó: "a unos rehenes franceses se les ha obligado a desnudarse, so pretexto de impedir que se fugaran y, desnudos, han sido llevados al tren que los ha deportado. Poco a poco van extendiéndose las costumbres de tribus caníbales para deshacerse de los prisioneros. Lo cual rebaja al soldado a la categoría de chulo". De esas costumbres suele saberse mucho, en las guerras y entre los miembros del bando ganador, de cualquier bando ganador. Pero, amigo, cuando las tornas cambian...

Entonces llega el tiempo del agazapamiento y el disimulo, del disfraz y el escondite, del yo no supe nada, eso son invenciones, propaganda del enemigo, qué horror, en qué mente puede caber algo tan atroz como lo que usted me achaca... Es lo que hasta ahora se ha oido de la detención y primeros interrogatorios del general que entró en Srebrenica, mientras los cascos azules holandeses se iban pata abajo. Respecto a lo que se ha visto, unos ojos temerosos, faltos de vida y un gesto en el rostro como de hombre indefenso que alega estar enfermo y mayor, nada que añadir. Sólo recordarlo tranquilizando a los niños a cuyos padres y hermanos ya había mandado asesinar, mientras iban llevándoselos al matadero. Pero ha sido llegar a La Haya y esos ojos han recuperado una pequeña dosis de dureza y cierta firmeza el rostro. Habrá más. Ahora comienza otro acto de la obra: de la crueldad shakespeariana a la cosa pirandelliana: varios personajes –el cruel, el desvalido, el sentimental, el orgulloso, el temeroso, el patriota, el asombrado, el enfermo...– en busca de un autor que sabe que pronto llegará el cansancio. Y cierto olvido: en la Europa cansada y aturdida por la crisis, el cansancio es tónica y el olvido, consecuencia de la depresión. ¿Qué habría escrito Ernst Jünger?