¿Alguien se acuerda de los hombres que amaron a las mujeres que amamos en el pasado? ¿Alguien recuerda el nombre de los hombres que Ava Gardner amó? Sí, ya sé, un par de toreros, pero eso -debemos pensar- fue un invento del Ministerio de Información y Turismo para desacreditar a un cantante mafioso. ¿Alguien sabe a quién amó Julie Christie? Pues peor para él, porque aquellos ojos bálticos no fueron de nadie y en Doctor Zhivago y El mensajero fueron nuestros. Sostengo la teoría —sí, ya me he puesto la coraza y observo en lontananza el brillo de las mermadas lanzas— de que la misma mujer no ama a dos hombres, ya no digamos a tres. Quiero decir que siempre es una mujer distinta cuando ama a otro, sin dejar nunca de ser ella misma. Que la mujer que lo sea, muta con el hombre que elige, pero en esa mutación no hay traición. No en estas cuestiones, al menos. Es una teoría, repito, más relacionada, me temo, con el mundo de mi juventud que con el que vivimos ahora, pero en fin: ¿por qué no hablamos de Brigitte Bardot?

Digo Brigitte Bardot porque, como dicen los franceses, viene de morirse un hombre que la amó. O un hombre que fue amado por ella, que nunca es lo mismo y a veces coincide. Viene de morirse, digo, y no es verdad: viene de matarse, que es una forma de morir donde uno elige el cuándo y el cómo. Ese hombre fue Günter Sachs y a su manera de estar en el mundo la bautizaron con este epíteto frívolo: play-boy. ¿Pero usted no ha dicho que los nombres de las mujeres amadas no se recuerdan? Efectivamente, pero cuando Sachs amó a Bardot y Bardot a Sachs -y bastante tiempo después también- yo aún no había descubierto a B.B. (Luego cuento, ahora volvamos al play-boy). Un play-boy era como los protagonistas de cualquier anuncio de Martini, pero con personalidad propia. De los figurantes en un anuncio de Martini, te olvidas a la vuelta de la esquina (salvo de Charlize Theron, que ahí sigue y cada vez mejor). Un play-boy, en cambio, dejaba huella allí donde pisara: hoteles, discotecas, terrazas, pistas de esquí, Le Mans o las gradas del Roland Garros. Sus argumentos consistían, esencialmente, en una buena y amplia dotación: cartera, descapotables, ropa, estrategias de seducción, físico y algunos nombres subrayados en el mapa: Montecarlo, Gstaad, La Riviera, San Remo..., pero no Nueva York. (Aún no había sonado la hora de Nueva York, salvo para las familias de siempre, Truman Capote y las hermanas Bouvier). Pero si hubo algo a imitar en todas las ciudades costeras con turismo, eso fue la figura del play-boy, que aquí derivó en distintas mutaciones menores, con el picador como típico producto nacional. Entre todos ellos —a los play-boys me refiero— Günter Sachs fue el emperador y de verdad que nunca he sabido si lo fue por sí mismo o por ser a quien más amó Brigitte Bardot (ésa, al menos, era la impresión).

Yo tardé mucho en descubrirla. Quiero decir que ni fu, ni fa: al pairo me traía B.B. (en fin: como yo a ella) y lo mismo su evolución: del mejor desnudo de los 60 a la defensa esnob de los animales, o su boda con un empresario lepenista. Simplemente no me interesaba: gustos generacionales, supongo. Hasta que un buen día me fijé en una postal con unas piernas bellísimas —y era ella— y una noche (yo ya había cumplido cuarenta), vi el fragmento de una película, en blanco y negro, que transcurría en el París estudiantil de los 50/60 y en ella estaba la Bardot bailando sobre su cama. Ahí descubrí un potente encanto que no había sabido captar antes: ya no he podido olvidarla nunca y nunca he vuelto a mirarla igual, aunque jamás haya sabido de qué película salía esa escena. En cambio habré visto el conocido diálogo epitelial de Le mépris, de Godard, no sé cuántas veces —´mon cul, symbole sexuel mondial´ ha escrito en sus Memorias— y suelo leer lo que hace referencia a la Bardot que me perdí en mi juventud. Incluso pienso que encierra una buena novela, miren hasta dónde he sido capaz de llegar. ¿Será la edad? Confesaré que, por si acaso, no he visto, desde mi descubrimiento particular, ni una sola película suya, no vaya a ser que pierda lo que había ganado. Y vuelvo a Günter Sachs. En 1966 estuvieron juntos en Mallorca, lo recordaba Vallés la semana pasada. Yo tenía diez años, Europa volvía a creer en sí misma y La Costa Azul era el feliz espejo donde mirarse. No como ahora y quizá esa sea una de las causas —alzheimer aparte— por las que Günter Sachs haya decidido retirarse, contundentemente, del mapa.