Al salir a cubierta piensa que el tiempo del mar es el verdadero tiempo del viaje. En el hilo musical del barco suena una canción de Khaled. Ha amanecido hace poco. Una luz pálida y grisácea perfila las cosas del mundo. Los cuerpos pasean por cubierta como sonámbulos, repitiendo las mismas frases que se han repetido siempre en un barco cuando ya ha amanecido y se está punto de arribar a puerto. El mar adquiere una densidad aceitosa, como si padeciera una mutación y dejara de ser mar para ser pantano. Su olor incluso es diferente. Ahora es un olor pariente del olor a pintura y fuel del barco, no ese olor animal, como de cetáceo, que abofetea la cara en plena travesía. Julie piensa en la inestabilidad física del viaje, como si el latido oscuro del mar rigiera el equilibrio de los que lo habitan, incluso en su superficie. En el aire húmedo y pegajoso que se adentra más allá de la piel. Como el salitre o los recuerdos.

Una ciudad de recuerdos ajenos es cualquier ciudad en la que jamás se ha vivido. Barcelona puede ser Khaled o Gato Pérez, pero también Marsella puede ser Khaled –que ya no suena en el barco– o Gato Pérez, si Marsella tuviera rumba. Barcelona es una ciudad que se resiste en sus muelles para abrirse después en Las Ramblas, como en una herida vegetal. Pero eso Julie no lo sabe aún. Sólo sabe que la lentitud es el tempo de los barcos: la lentitud, el óxido, la herrumbre. Y que el puerto es interminable: he ahí la resistencia de la ciudad: un puerto de agua embalsamada que jamás se acaba. En él se alzan las grúas como flamencos futuristas, los pantalanes de hormigón, los depósitos de colores que ya no son. Una atmósfera sin color lo invade todo. Aunque Julie pueda ver el casco rojo o la franja verde de los barcos atracados en el puerto, como si fueran buques abandonados no se sabe cuándo, el color es la ausencia metafísica de color.

Esa ausencia le hace pensar en la muerte. Sabe que la vida –la ciudad– está ahí detrás. Espléndida, como un cuerpo descansado que se despereza. Pero ahora piensa en la muerte, porque Barcelona recibe al pasajero con sus muertos, sembrados en la ladera de Montjuich. Los muertos contemplan al viajero que llega, atrapado en el puerto y el puerto es la Laguna Estigia. Las gaviotas mandan mensajes a un lado y otro. Mensajes del reino de los muertos al reino de los vivos y al revés. Julie piensa que ya nadie descifra esos mensajes.

El barco del práctico es un pez piloto en cuyo lomo un hombre con gorra, de pie, fuma un cigarrillo. Julie contempla una torre mecánica y al fondo ve el perfil de la ciudad, que se despliega sobre los últimos muelles, con las golondrinas para turistas y la coquetería de los veleros deportivos. La línea del cielo se refleja en el agua cobriza, irisada. En esa imagen que Julie atrapa también caben Shangai o Vladivostok, mientras que Marsella se ha perdido en el rai de Khaled. Una ciudad portuaria es siempre todas las ciudades portuarias.

Julie mira las ventanas encendidas de los edificios que despiertan. Piensa en la vida ahí dentro, tan parecida a cualquier vida. Barcelona ya no es un puerto de mercancías que va quedando atrás. Barcelona es ahora otra cosa que no conoce. Y mientras baja por la escalerilla del barco se ríe pensando en su abuelo cuando le decía que las ciudades eran mujeres que siempre se marchaban con el más guapo de la fiesta. O con el más rico. Ella es una mujer y la ciudad le espera: no hay más. El amarillo y negro de los taxis es una pintura abstracta. Julie prefiere ir a pie, sentir como la ciudad se abre igual que un abanico. El perfume del mar sigue ahí; su densidad también. Sin embargo es como si el puerto industrial –ese lento mar de los Sargazos, metálico y sin color– hubiera desaparecido.

Las bocinas de los coches son una herencia oriental en el tráfico urbano. Un león veneciano habla de la ciudad del comercio. Cristóbal Colón es el Simeón Estilita de la navegación. Julie ha dormido bien. Siente el aire fresco de la ciudad, la sombra de los plátanos. Entra en las Ramblas con cierto temblor en las piernas. Pían los pájaros. Y Julie se pregunta por qué un poeta barcelonés del siglo pasado los llamó cabrones. Julie no tiene resaca.