Resulta obvio que el fisco, que está en todas, debe percibir los efectos de una crisis económica dilatada y mayúscula como la actual. De lo contrario, se afianzaría como un sistema de recaudación de impuestos y nutriente poliédrico del erario público, alejado de la realidad y de la sociedad de la que se alimenta y sirve a la vez por mucho que estos dos factores entren muchas veces en contradicción.

Por lo menos por lo que respecta a Balears, la Agencia Tributaria sirve como claro reflejo de los males económicos colectivos que aquejan a la Comunidad y de las imprevisiones y descuadres que se han producido en los últimos años para administrarla. Eso, aparte de los desmanes que se han realizado por parte de algunos de sus gestores desaprensivos, que esa es otra.

Hacienda ha hecho el trasvase de la bonanza económica todavía palpable en 2007 al núcleo duro de la crisis en 2009, recaudando mil millones menos en el último periodo. Esto significa, ni más ni menos, un desplome del 31% en el ingreso de impuestos que, para traducirlo en términos prácticos, equivale a más del doble de lo que piensa invertir el Gobierno central en Balears, la tercera parte del presupuesto de la comunidad autónoma o todo lo que se dedicará a sanidad en las islas, incluidas las nóminas, durante un año. Todo esto ocurre porque los empresarios dicen –resulta harto complicado, por no decir imposible, contrastarlo en todos sus extremos– ganaban en 2007 el triple de los beneficios que ingresan ahora. Con este panorama y como resulta fácil de entender, sólo se han disparado los ingresos por intereses de demora en el pago de tributos. Nunca resulta propicio abonar impuestos y en tiempos de precariedad económica y todos sus derivados, mucho menos. La Hacienda de todos no conoce de armisticios porque en ello le va su razón de ser. Ha multiplicado por cuatro los ingresos por retrasos en los pagos hasta alcanzar los 7,3 millones al año.

Naturalmente, el conjunto de esta situación desemboca en considerables descuadres primero y recomposiciones después, de las economías particulares, empresarias y públicas. Administrar el grifo será todo un arte a partir de ahora. Lo será para los hogares castigados por el paro de sus miembros, empresas con dificultades de producción y, sin ir más lejos, para una administración local que ya tiene en las dificultades de financiación y también en los excesos, todo hay que decirlo, uno de sus males endémicos. Administrar una victoria electoral, dentro de un mes, supondrá un plus de preocupación y también de creatividad en este sentido.

Pero afloran por igual otros descuadres incluso más puntuales y coyunturales. Bajan los impuestos por beneficios de las empresas en casi un 60% y lo hacen mucho menos el IVA y el IRPF, lo cual significa, directamente, que el consumo no se reduce tanto como aparenta. Es una contradicción que, más allá de la apariencia inicial, tiene que ver con otros factores intercalados incluso con la economía sumergida. En pocas palabras, parece ser que ahora se vuelve a consumir como nunca, por lo menos desde que se desató la crisis pero, por contra y de forma paralela, los costes laborales disparan la inflación y recortan los beneficios. Esta por lo menos es la explicación que dan los empresarios. Sea como sea, lo que sí parece evidente es que se han trastocado todos los condicionantes de la economía sin posibilidad de retroceso y poco influencia de la subida de impuestos aplicada.