A mediados de los años noventa, los psicólogos Betty Hart y Todd Risley, de la Universidad de Kansas, dirigieron un estudio centrado en analizar la calidad de la relación verbal que se establece entre padres e hijos. Dependiendo del nivel socio-cultural de las familias, los resultados fueron asombrosamente distintos. Como media, los padres de nivel socio-cultural alto hablan tres veces más con sus hijos que los padres de nivel socio-cultural bajo. A los tres años, un niño que ha sido convenientemente estimulado domina un 50 por ciento más de vocabulario (unas quinientas palabras más) que el que no lo ha sido. Al ser esta ventaja acumulativa, a medida que los niños crecen se consolida un evidente plus cognitivo. Hart y Risley también comprobaron la importancia emocional del lenguaje positivo. Los niños que han sido más motivados muestran una mayor curiosidad intelectual y una mejor auto-estima.

Los trabajos de Hart y Risley inciden en algo que ya sabíamos desde Aristóteles. Si el hombre es un animal social, la calidad de la socialización es clave en la formación de la persona. La antropóloga Shirley Brice Heath llevó a cabo, a mediados de los setenta, un estudio clásico al respecto. En su trabajo de campo pudo comprobar la correlación entre el éxito escolar y la competencia lingüística. Lo crucial, señala Heath, no es sólo la cantidad de lenguaje que el niño oye sino también su calidad –es decir, cómo se le habla. Y pone el ejemplo de la lectura. En algunas familias se leen más libros infantiles que en otras. Por lo general estas familias empiezan a leerles a sus hijos cuando todavía son bebés, con la particularidad de que relacionan la lectura con el mundo cotidiano de los niños. Estos padres plantean preguntas sobre el texto y enseñan a categorizar los objetos que aparecen en los dibujos (cerca-lejos; largo-corto; grande-pequeño). En consecuencia, no sólo el vocabulario de los niños es más amplio sino que sus escalas de pensamiento son más complejas. Al entrar en el colegio, conocen ya los rudimentos del análisis y el binomio pregunta-respuesta les resulta familiar.

Todo esto tiene –o debería tener– implicaciones en el sistema educativo. Nos plantea la necesidad de reforzar la formación de los padres. Supone prestar más atención a la lectura en edades tempranas, incidiendo en la calidad y en la cantidad de la misma. Exige incrementar la inversión en bibliotecas infantiles y escolares, así como establecer planes ambiciosos de lectura. En última instancia, supone coger conciencia de que la literatura es uno de los ejes esenciales de la sociedad; esto es: que la literatura –y su correlato, la lectura– ocupa un lugar central en el modelo cognitivo de las sociedades que no fracasan. Para un país como España, cuyo modelo educativo es notablemente deficitario, los riesgos de no actuar son bien conocidos y sólo pueden intensificarse en el futuro: una sociedad internamente dividida en dos –aquella que dispone de las habilidades cognitivas para adaptarse a los cambios de la globalización y aquella otra que, ya desde la infancia, carece de esas herramientas.