Hace algunos años leí un cuento breve, escrito por Isaac Asimov en 1975 (durante la escalada atómica de la época), y con moraleja. Relataba como Naron, relevante miembro de una avanzada y longeva raza extraterrestre, era el encargado de supervisar el momento en que las distintas especies del Universo alcanzaban el suficiente grado de evolución e inteligencia como para ser invitadas a formar parte de una hipotética Federación Galáctica. Naron, quien también se cuidaba de los correspondientes archivos, estaba a punto de inscribir a la especie humana con el nombre que ésta daba a su planeta: La Tierra. El requisito para dicha incorporación al libro de especies inteligentes era haber descubierto la energía nuclear, un importante avance científico que, según la raza de Naron, permitiría pronto a los humanos viajar por el espacio y encontrarse con otras civilizaciones. Pero cuando Naron fue informado con más detalle de que el hombre no experimentaba con la energía atómica en alguna base espacial creada ex profeso lejos de su planeta, sino en la misma Tierra, tachó, decepcionado, a la especie humana de la lista en que acababa de apuntarla.

Lo he recordado ahora a raíz de la polémica sobre las centrales nucleares, reavivada a causa del desastre de Fukushima. Del mismo modo que he revivido las imágenes de televisión que recogían los lanzamientos de residuos nucleares al mar frente a las costas gallegas en los años 80. Escenas que, gracias a que fueron grabadas (porque miedo da imaginar cuantos lanzamientos incontrolados se habrán producido sin testigos en otros lugares), mostraban a activistas de Green Peace situándose temerariamente con pequeñas lanchas neumáticas, justo debajo de los pesados toneles arrojados desde la borda de barcos de gran tamaño, con considerable peligro para los ecologistas que en muchos momentos zozobraban cayendo al agua cerca de las hélices de dichas embarcaciones. Una gesta, la de esos primeros activistas, que al menos permitió que nos fijáramos en la gravedad de lo que estaba sucediendo. Porque, mientras que los deshechos nucleares tenían (¡tienen!) una vida radiactiva de muchos miles de años, a los bidones que los contenían (¡y siguen conteniendo, en el fondo del océano!) se les suponía una resistencia anticorrosión de sólo unos pocos cientos; una capacidad de resistencia, según los expertos imparciales, casi tan poco segura como su enterramiento en seco, porque no se ha conseguido crear ningún recipiente capaz de durar tanto tiempo como su envenenado regalito interno.

Quizá por ello el asunto no sea tanto si las centrales nucleares son más o menos seguras en sí mismas (algo que también, visto lo visto, es más que discutible). Ni tampoco si el riesgo de que ocurra un accidente es tan improbable como lo es que se confabulen al mismo tiempo, en sus inmediaciones, varios desastres naturales como un terremoto y un maremoto (lo cual, dadas sus terribles consecuencias, también es como para pensárselo). En realidad la cuestión es más bien que, aún en el caso de que algún día se consiga incrementar la seguridad de dichas centrales hasta hacerlas inmunes no ya un seísmo, sino incluso a un ataque terrorista (o al de una manada de Godzillas), su funcionamiento seguirá generando periódicamente unos residuos radiactivos con capacidad para envenenar durante milenios a todos los vegetales y alimañas del planeta, incluidas las humanas (las más alimañas de todas, dado de lo que somos capaces).

Solo la codicia de algunos que piensan únicamente en sí mismos –y en medrar durante el tiempo que duren sus cortas vidas (¡Y los que vengan después, que arreen!)– pueden permanecer tranquilos mientras se sigue produciendo tanta basura tóxica, tan altamente perjudicial, y con una vida radiactiva tan prolongada que forzosamente algún día acabará afectando a quienes dentro de varios siglos continúen habitando el planeta (si es que para entonces queda algo o alguien vivo, claro). Una mentalidad absurda que ya se denunciaba en el conocido discurso atribuido al jefe indígena norteamericano Noah Seattle en 1854, cuando respondió a la propuesta del hombre blanco de comprarle sus tierras: "¿Pero cómo podéis comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esta idea nos resulta extraña, ni el frescor del aire, ni el brillo del agua son nuestros, ¿cómo podrían ser comprados? (...) Todo lo que le ocurre a la tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra, si los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos. De una cosa estamos bien seguros: la tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra. Todo va enlazado, el hombre no tejió la trama de la vida; él es solo un hilo. Lo que hace con la trama, se lo hace a sí mismo."

Por cierto, el título del relato de Asimov es "Asnos estúpidos". Muy acertado.