"La bomba es la metáfora del siglo XX" escribió en una ocasión el novelista mexicano Jorge Volpi, haciendo suya la vieja idea de que el delirio del progreso desemboca en la catástrofe. Es posible que tenga razón. La bomba, junto con la soledad, constituye una de las narraciones centrales con las que el miedo articula la sociedad de nuestros días. Lo pensaba, precisamente, mientras seguía las noticias y las imágenes que nos llegan de Japón. La historia del país asiático, precisamente, carece de eufemismos y se condensa en un doble icono: por un lado, la llamarada de fuego atómico –Hiroshima y Nagasaki–; por otro, la metáfora contemporánea de los hikikomori, ese millón de adolescentes japoneses que optan por vivir aislados en una habitación, como cenobitas del laicismo, cerrados al amor, al sexo, a la amistad –en definitiva a la vida. Ambas imágenes son complementarias y nos hablan de las cicatrices que cruzan el rostro de la sociedad japonesa, de su valentía frente a la tragedia y de su aparente frialdad, pero también de los temores y los silencios que la atenazan. Japón sobrevivió a un infierno nuclear, pero ¿de qué modo? Tal vez entonces la pregunta haya que formularla así: ¿cómo se sobrevive sin quedar profundamente malherido? Son cuestiones, lo sabemos, recurrentes en el siglo XX: el Holocausto y el judaísmo; España y la Guerra Civil; Rusia y los gulags. Pero no podemos entender nada de lo que supone la amenaza de Fukushima si olvidamos que gran parte de la conciencia contemporánea del país pivota sobre las consecuencias del horror atómico.

Como sucede a menudo, la literatura nos ofrece alguna pista. Lluvia negra es la gran novela japonesa sobre la bomba. O mejor dicho, sobre el día después de la bomba. Su autor, Masuji Ibuse, retrata con precisa pulcritud lo que supuso para centenares de miles de personas sobrevivir y llevar consigo la marca indeleble de la radioactividad. Ibuse narra pequeñas y grandes tragedias familiares: matrimonios que se rompen, padres que no pueden casar a sus hijas y que se ven en la obligación de mentir para intentar convencer al mundo de que a sus hijas no les afectó el diluvio nuclear. En realidad la novela de Masuji Ibuse sella la cartografía moral de la devastación que supuso la bomba, el sufrimiento encarnado en tanta gente anónima. No se trata de abstracciones ni de teorizar sobre la forma de ser de una nación, sino de algo mucho más elemental: la necesidad del silencio y, en cierto modo, de la mentira para sobrevivir.

En estos días la pregunta recurrente de la prensa occidental es saber si el gobierno japonés nos está contando toda la verdad sobre Fukushima. Seguramente ningún gobierno lo haría, pero en el caso de Japón actúan otras herencias inconscientes, alguna de ellas tan recientes como la lluvia negra de Hiroshima y Nagasaki. El periodista Michael Zielenziger ha señalado en su libro Shutting out the sun que el gran peligro que corre el país nipón es que esa desconexión entre verdad y realidad, entre lo que se sabe y lo que se dice, termine conformando una especie de autismo social, una sociedad hikikomori. Las simetrías son peligrosas –y a menudo injustas–, pero lo cierto es que ninguna sociedad contemporánea puede subsistir sin la exigencia de la verdad.