Las respuestas están en el islam". Este fue el argumento que esgrimió un funcionario argelino, con el que trabé una cierta complicidad, en el transcurso de un viaje a su país poco antes de que la guerra civil que asoló Argelia en la década de los noventa del pasado siglo acabara con la vida de doscientas mil personas. Mi amigo, perteneciente al Frente Islámico de Salvación (FIS), que venía de ganar las elecciones municipales y se disponía a arrollar en las generales, antes de ser proscrito por los militares, aducía que el islam tiene sus propios códigos y que la democracia, tal como la entendemos en Occidente (no hay otra), no podía pasar por encima de los preceptos contenidos en el Corán. Es decir: una norma aprobada por un parlamento democrático, resultado de unas elecciones libres, no puede contradecir los códigos contenidos en el libro sagrado de los musulmanes. Es lo que hay en Irán, donde el Guía Supremo, Alí Jamenei, está por encima de cualquier otro poder. Se trata de la plasmación de la teocracia, la peor de las dictaduras, al fundamentarse en la por definición perversa tesis de que es el mandato divino lo que inspira las decisiones que se toman, por coercitivas que sean.

El asunto a dilucidar, en contra de lo que sostiene Ramón Aguiló, no es que los países árabes estén genéticamente incapacitados para acceder a la democracia. De lo que va la cuestión es de que para que el mundo musulmán pueda asumir la democracia parlamentaria, la de Occidente, la única digna de ser denominada como tal, le es imprescindible basarla, al igual que en Occidente, en el laicismo; eso es lo que conduce a una colisión frontal con el islam, que tiene una vocación de totalidad puesta de manifiesto una y otra vez: el Corán no es solo un libro religioso, como la Biblia, sino también un compendio de normas de conducta morales y civiles por las que se han de regir los musulmanes; lo que es incompatible con este libro sagrado, lo que en él queda prohibido, no pueden autorizarlo los poderes emanados de la voluntad popular. Es lo mismo que si el Congreso de los Diputados español tuviera vetado legislar sobre el aborto, divorcio o matrimonio homosexual, al prohibirlos la Iglesia católica. Así es a pesar de lo absurdo que resulta.

Por ello, las revoluciones en marcha, en las que participan cada vez más activamente los movimientos islamistas, hay que acogerlas con gran prevención: no está escrito que tengan que desembocar en democracias parlamentarias. En Irán, en 1979, Jomeini utilizó la revolución contra el Sha y el desistimiento de Occidente, de Estados Unidos, para implantar su dictadura, la de la República Islámica, mucho más represiva y totalitaria que la del déspota laico precedente. Además, donde gobiernan los islamistas no hay vuelta de hoja: cualquier atisbo de contestación al poder es masacrado sin contemplaciones. Ocurre en Irán y sucede en Gaza, el reducto islamista de los palestinos e icono de parte de la izquierda española, incapaz de aceptar que en la franja existe una dictadura que oprime, humilla a las mujeres, alienta el terrorismo contra Israel (aunque le pese a la progresía, que le pesa, en Israel su parlamento es democrático) y se niega, por supuesto, a convocar elecciones libres.

Eso sí, la gran contradicción de Occidente, su mayor perversión, es Arabia Saudí, un estado esencialmente teocrático, que exporta al mundo musulmán la versión más reaccionaria, integrista y cerrada del islam. Pero para Estados Unidos la Casa de Saud, que monopoliza las inmensas riquezas petroleras del reino, ha de ser preservada cueste lo que cueste. Las revoluciones en marcha, si llegan a contagiar a los saudíes, serán reprimidas con la intensidad necesaria: el petróleo manda y no se puede dar a Irán la gran baza de la desestabilización de la Península Arábiga. Con Arabía Saudí, al igual que con Bahrein (allí está el mando central de la V Flota norteamericana) y otros estados del Golfo Pérsico, no hay bromas que valgan; la revolución cabe en Libia, Túnez y, controlada, en Egipto. Si se extienden, si van más allá, el estropicio será absoluto y nadie está por la labor.

El pesimismo de que surjan democracias laicas, estables, con elecciones periódicas libres y alternancia en el poder, es esencialmente un ejercicio de realismo. Puede, como dice Melitón Cardona, que Irán sea el único de esos países con suficiente estructura para desembocar en un sistema que reúna esas características. El inconveniente, y no pequeño, es que los poderes de la República Islámica: Guía Supremo y Guardianes de la Revolución (más poderosos que el Ejército regular) no lo tolerarán: antes habrá un inmenso baño de sangre.