Hace ya tres años que estalló la crisis económica global y las esperanzas de los optimistas respecto de una reacción intelectual crítica que sirviese de palanca ideológica para emprender las reformas necesarias del capitalismo global postdialéctico se han disipado completamente. La retórica arrogante y determinista del liberalismo económico actual (que nada tiene que ver con el concebido por los economistas clásicos), aplicado en los Estados desarrollados (acotando la noción de globalización, un fenómeno multidimensional, más amplio, que no puede reducirse a libre circulación de capitales, privatizaciones, déficit 0 y bancos centrales independientes), no ha cedido siquiera un milímetro. Es más, la agenda de reformas liberales se ha acelerado aprovechando la coyuntura, atribuyendo a los "ineficientes" resquicios de sector público toda responsabilidad en la debacle económica. De alguna manera, parece que la caída del muro y la revolución digital nos hayan arrojado inevitablemente a la actual política económica, aplicada en los Estados, proclamada en todo tipo de foros y organizaciones internacionales y exigida por la mesiánica libre circulación de capitales, "mano invisible" postmoderna, mantra goebbelsiano de nuestra era. Para más inri, resulta muy complicado combatir la resignación de las personas frente a este determinismo sistémico, pues se trata de un mal inherentemente humano, consecuencia de la insatisfactoria búsqueda de un relato de continuidad, de una narración histórica.

Sin embargo, nada parece indicar que las cosas vayan a seguir funcionando como lo hacen hoy: una ingente y acelerada transformación de las estructuras económicas, políticas, sociológicas, tecnológicas y demográficas sobre las que se asientan las distintas sociedades obliga a reconsiderar la capacidad del capitalismo global para presentarse como un sistema estable. Tal aceleración de la Historia, puesta en paradójica relación con la falta de perspectiva histórica, impide elaborar un análisis lúcido de los tiempos que corren.

Stefan Zweig, en El mundo de ayer, describía en estos términos la fragilidad, constatada después de la Gran Guerra, de un sistema hasta entonces considerado imperecedero: "Tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan solo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas del infierno". Las primeras décadas del siglo pasado supusieron una traslación de términos en las variables geopolíticas, un nuevo marco conceptual; recurriendo a una metáfora muy manida: un nuevo tablero sobre el que jugar la partida mundial. Se pasaba de los imperios a los estados-nación a los que el romanticismo había dotado de un relato propio durante el siglo XIX. El territorio se expandió: la guerra ya no se libraba solo en Waterloo, sino que lo hacía también y simultáneamente en las Islas Carolinas y en Camerún.

Quizá hoy suceda algo similar, pero carecemos de un Freud para prevenirnos. Lejos de asistir a una belle epoque de consolidación sistémica de la democracia liberal capitalista de base territorial estatal, presenciamos un incierto período de transición. En palabras del ciberpunk David de Ugarte en Los futuros que vienen, vivimos tiempos de "descomposición": "La descomposición no es una consecuencia de la globalización, sino de su estancamiento ante la resistencia de los sectores del poder económico y social dependientes del estado nacional. Resistencia que hasta ahora ha conseguido frenar el verse sometidos a una creciente competencia, pero que –para lograr postergar ese hecho– ha sacrificado la cohesión social e impulsado, para encubrirlo, políticas cada vez más autoritarias vestidas, eso sí, de canto identitario al imaginario nacional". Del mismo modo que la decrépita grandeza imperial coexistía con la fe de las odas futuristas a la bombilla y al progreso y la premonitoria Paz Armada, hoy, la organización del sistema internacional de composición estatal de postguerra, comparte escena con la emergencia de nuevas relaciones entre vectores de poder de la nueva sociedad internacional, el expansivo universo digital y un tumor social latente consecuencia de la asunción universal de las desigualdades crecientes.

La incapacidad de los actuales cauces de representación de voluntad popular para canalizar las demandas sociales es un mal asociado a este proceso transitorio de "descomposición". Mientras persista esta transformación desbocada de las estructuras que conforman el mundo, será difícil que el objetivo final de la política, maximizar el bienestar de los ciudadanos, constituya el pilar sobre el que asentar las sociedades. El confuso engranaje de indeterminación sistémica recubierto de chapa liberal hace tanto ruido que la política no tiene ningún eco. La retórica economicista ocupa el grueso del debate, desplazando cada vez más el papel de los intelectuales, asfixiando la discusión política pública, achicando todo espacio deliberativo, en definitiva, desmantelando elementos fundamentales que la organización virtuosa de la vida pública requiere.

Permítaseme, por todo lo dicho, abrir una puerta a la reconciliación con la política, a partir de la siguiente cita del hoy desaparecido Tony Judt, a modo de antídoto contra la resignación determinista de nuestro tiempo: "Necesitamos redescubrir un lenguaje de disensión. No puede ser un lenguaje económico, ya que parte del problema es que hace ya demasiado tiempo que hablamos de política en un lenguaje económico en el que todo ha girado en torno al crecimiento, la eficiencia, la productividad y la riqueza, sin reparar en ideales colectivos en torno a los cuales podamos unirnos, indignarnos, motivarnos colectivamente, ya se trate de una cuestión de justicia, desigualdad, crueldad, o comportamiento inmoral. Nos hemos deshecho del lenguaje para hacerlo. Y hasta que redescubramos ese lenguaje, ¿qué lazos podrían unirnos? No podemos agregarnos sobre la base de ideas que datan de los siglos XIX y XX, sobre el progreso inevitable, la transición históriconatural del capitalismo al socialismo, o semejantes. Ya no podemos creer en ellas. Y, de todos modos, ya no debemos servirnos de ellas. Necesitamos redescubrir nuestro propio lenguaje de la política".

La búsqueda de ese nuevo lenguaje de la política, la recuperación del debate sobre la gestión de lo público, sobre los principios que deben regirlo y sobre los programas necesarios para ello, esa búsqueda, es el imperativo histórico de la política. La justificación de la acción pública en beneficio del interés general mediante la legitimación de una acción del Estado coherente, responsable, consciente de la inevitable y progresiva superación del propio Estado hacia una sociedad internacional cosmopolita capaz de proveer bienes públicos globales, es el único camino que cabe seguir para superar la "descomposición" sistémica: esa resistencia estatal a la globalización (no económica, ya promovida por la agenda liberal, sino política, social y ética). En definitiva, el desarrollo de un nuevo pensamiento crítico es indispensable, si de verdad queremos escribir nuestro propio relato.