El Pacto Social firmado solemnemente ayer es sin duda un valioso elemento estabilizador de nuestra economía capaz de generar confianza fuera y dentro de España. Lo de menos es que sea la consecuencia de un cierto oportunismo de sindicatos, patronal y gobierno, que han obtenido ventajas con la firma (los sindicatos han recuperado un lugar bajo el sol tras el fracaso de la huelga general; la patronal de Rosell ha dejado atrás el agujero negro de Díaz Ferrán y el Gobierno ha hallado compañía en esta tenebrosa travesía del desierto): lo relevante es que se ha conseguido un amplio acuerdo sobre una racionalización a la baja del sistema de pensiones que asegura una mayor sostenibilidad del modelo y que está garantizada la paz social hasta el final de la legislatura. Todo ello habrá de contribuir a generar cierto optimismo, a animar a los inversores y a tranquilizar a los mercados.

Hemos de alegrarnos, pues, de que se abran algunas luminarias en el techo del túnel de la crisis, y hace bien el Gobierno exhibiendo hoy con alarde ante Merkel este paso colectivo en la buena dirección. Sin embargo, serviría de poco el esfuerzo realizado si no fuéramos capaces de evaluar objetivamente ese "Acuerdo social y económico" (ASE), el "primer pacto social desde 1985" según algún periódico. Un acuerdo de 38 vaporosos folios que resume la conocida reforma del sistema de pensiones y que contiene una lista de buenas intenciones. Las únicas concreciones operativas están en el capítulo de las políticas activas y consisten en un modestísimo plan de choque para afrontar el desempleo juvenil y en la creación de un fondo de capitalización para el despido (el célebre modelo austríaco).

Así las cosas, resulta muy recomendable hacer una recapitulación de los consensos y los disensos que afectan a la crisis. Y para ello, conviene precisar que el pacto social es siempre deseable en el terreno de las reformas relacionadas con el sistema de relaciones laborales, que en nuestro caso está por cierto virgen de acuerdo alguno: los sindicatos siguen criticando la reforma laboral y del ASE no se desprende ni de lejos que vaya a haber acuerdo en la nueva regulación de la negociación colectiva.

En las demás grandes reformas estructurales pendientes, las relativas a política industrial, energética y de innovación, así como la referente a la educación, el consenso que resultaría valioso es el político, que debería haber conseguido el Gobierno con el Partido Popular. No porque sea positivo apartar asuntos complejos del debate ideológico sino porque tales reformas, que no proporcionan rentabilidad política a corto plazo, requieren una planificación y un desarrollo que no se vean afectados por la alternancia ni por otras circunstancias coyunturales. En concreto, la mejora del sistema educativo, que es un imperativo urgente si este país quiere realmente dar la batalla por la productividad, indispensable para mantener una posición puntera en le ranking mundial, no se logrará si no se produce una conjunción de esfuerzos presupuestarios y conceptuales.

En resumen: tan peligroso puede llegar a ser no conseguir reformas de amplia base como imaginar sin fundamento que ya las hemos conseguido. Porque no se trata sólo de conformar a los mercados sino de modernizar nuestra economía. Y este designio está aún muy lejos de haberse puesto en marcha.