Jamás el pequeño Túnez pudo pensar lo que iba a poner en marcha cuando echó a Ben Alí en una revuelta de claro inicio y de final todavía incierto. El ejemplo tunecino ha prendido en otros países árabes como Egipto, Yemen, Argelia o Jordania.

¿Qué está pasando?

En Túnez había un dictador corrupto (la más corrupta era ella, la señora Trabelsi y sus familiares, en una pauta conocida también en otras latitudes) que fue tolerado mientras fue capaz de asegurar el bienestar económico de sus conciudadanos, que decidieron prescindir de él en cuanto la crisis económica les golpeó con dureza. Me pregunto qué hubiera pasado con Franco si el "milagro español" de los años sesenta se hubiera visto truncado por una crisis como la actual. En Túnez las protestas sociales desbordaron a la policía y luego el ejército se negó a disparar contra los manifestantes y retiró su apoyo al dictador, que tuvo que tomar las de Villadiego a toda pastilla.

En el inmediato futuro es importante que el gobierno recién formado se gane el apoyo popular y pueda poner en marcha las reformas necesarias (amnistía, legalización de todas las fuerzas políticas, ley electoral) para la convocatoria de elecciones libres en un plazo prudencial. También es importante que las figuras del antiguo régimen manchadas por la represión o la corrupción sean apartadas en esta nueva etapa pero sin dejar de aprovechar –al mismo tiempo- a quienes con su experiencia puedan ayudar durante la transición pues hay que tener en cuenta que los partidos políticos tunecinos son muy débiles y sus dirigentes muy inexpertos y desconocidos. Mucha gente tenía en Túnez el carnet del partido RCD, el de Ben Ali, como en Irak tenían el del Baath de Saddam Hussein y hay que evitar repetir el error cometido en Irak que dejó al país sin su espina dorsal. También conviene recordar –aunque nos moleste- que en España la transición la comenzó Suárez, que procedía de las mismas entrañas del Movimiento Nacional. Pienso que nuestra experiencia podría serles hoy de utilidad a los tunecinos.

Otros casos son más complicados: En Argelia porque sale de una terrible guerra civil de diez años y más de 100.000 muertos, iniciada precisamente cuando los militares dieron un golpe de estado en 1992 para impedir que los islamistas del Front Islamique de Salut (FIS) tomaran el poder tras vencer en las urnas. El alto nivel de vida de los saudíes les proporciona un cierto colchón pero también allí se dejan sentir esporádicamente los deseos de una mayor participación política y ya se sabe que el refranero aconseja que cuando veas las barbas de tu vecino cortar, lo inteligente es poner las propias a remojar. Porque esto no es un catarro, es una pulmonía. En Yemen no hay clase media sino una sociedad tribal trufada de radicalismo religioso. Jordania vive una convivencia delicada entre la población beduína (40%) y la palestina (60%) y aunque ha dado pasos importantes hacia una sociedad más pluralista y participativa sus equilibrios internos se ven muy afectados por el contexto de su vecindad inmediata. Libia solo tiene tres millones de habitantes, seis veces la renta de Egipto, una estructura tribal y un líder con mano de hierro que lleva 40 años en el poder. Marruecos tiene otros problemas pero juega en otra liga porque allí no se pone en duda la legitimidad del monarca…

El problema grave es Egipto, el país más poblado y el centro de la vida intelectual del mundo árabe, que además juega un papel clave en toda la geopolítica de Oriente Medio. Allí Mubarak (82 años) no ha sabido preparar al país para el momento de su sucesión y en su ocaso se encuentra con una oposición muy dividida y el temor a la fuerte presencia de los Hermanos Musulmanes. Con unas fuerzas de seguridad aparentemente desbordadas la llave de la situación la tienen las fuerzas armadas, en principio leales al presidente. ¿O no?

Desde Occidente no lo tenemos fácil porque los experimentos es mejor hacerlos con gaseosa. Pero si no hay evolución habrá revolución, que es peor pues no debemos olvidar la enseñanza de lo ocurrido en Argelia y hay que ser consecuentes y ser capaces de respetar los deseos de los pueblos árabes de recuperar la voz sobre su destino. Ayudarles (no solo de boquilla) para que se puedan expresar con libertad y transparencia y luego aceptar, como buenos demócratas, el resultado de su decisión. Parece obvio, pero no es lo que hemos hecho hasta ahora.