La sostenibilidad de nuestras pensiones a medio y largo plazo tiene poco o nada que ver con la crisis económica y es evidente que la profunda reforma que se va a producir no forma parte del paquete de reformas tendentes a incrementar nuestra productividad. ¿Por qué, pues, el Gobierno tiene tanto empeño en precipitarla, y aun de endurecerla retrasando dos años la edad de jubilación en contra de la opinión mayoritaria del Pacto de Toledo?

Sólo hay una explicación: los mercados financieros, nuestros acreedores, y nuestros avalistas, el núcleo duro de Europa, nos imponen el rigor para dar pruebas de solvencia y generar así confianza. Es incluso probable que en las arduas negociaciones de Bruselas de las que salió el ajuste del pasado mayo, Salgado prometiera que aquí emularíamos el sacrificio alemán de retrasar la edad de jubilación a los 67 años.

Esa misma presión inclemente es que la que nos ha forzado a planificar el ajuste fiscal de modo que regresemos a las condiciones del pacto de estabilidad en 2013 –un déficit máximo del 3%–, lo que nos supone renunciar de hecho al crecimiento económico y convivir con el insoportable desempleo que nos aqueja. No es una presión abstracta, ni siquiera una presión abiertamente institucional: es la del directorio francoalemán o, más propiamente, la de Alemania a secas, que no está dispuesta a poner su divisa en riesgo por la mala cabeza de sus socios de la eurozona. Se dirá que lo que nos impulsa a la ortodoxia es el rigor de los mercados, pero eso es falaz: los mercados no tendrían ocasión de especular con la zozobra de los países periféricos de la UE si Alemania hubiera accedido a emitir un bono europeo, la resguardo de los movimientos especulativos.

En definitiva, la soberanía económica de nuestros países ha sido íntegramente transferida a Bruselas (es decir, a Berlín), y a medida que se desarrolle la nueva gobernanza en ciernes, el control será mayor, hasta el extremo de que incluso los presupuestos de cada Estado deberán contar con la supervisión y la aprobación comunitarias.

Alguno dirá que no hay por qué escandalizarse porque así sucede en todos los Estados federales. Pero Europa no es un Estado federal, y he aquí el problema. Tenemos un remedo federal, pero ni el Parlamento Europeo ostenta la soberanía europea, ni designa en elección de segundo grado al Gobierno del continente. Ojalá hubiera un gobierno europeo, capaz de dictar una política económica. Pero no hay tal, y vivimos sumergidos en la paradoja de estar sometidos al imperio del directorio pero no protegidos por el ascendiente del directorio. Hemos de efectuar una brutal consolidación fiscal para preservar los equilibrios internos de la Eurozona pero no tenemos derecho a que nuestra deuda sea auténticamente europea, y por lo tanto sólida y acreditada frente a los embates de los mercados.

En esto consiste la gran debilidad política e ideológica de Europa. Los ciudadanos empezamos a ver que la integración nos proporciona cargas y deberes pero no derechos. Que el déficit democrático nos supedita al interés de los países grandes. Que es Alemania quien traza nuestras reformas y tasa nuestro estado de bienestar. Y quizá no nos guste lo que vemos.