Las crisis de liderazgo político engendran desazón en todos los órganos del cuerpo enfermo. Estos días, los medios se hacen eco, por ejemplo, de la desafección que muestran algunos candidatos demócratas hacia Obama en vísperas de unas elecciones legislativas en que la decadencia presidencial amenaza con hacer estragos en el apoyo popular a ese partido. Y haciendo la oportuna traslación, es inevitable relacionar este fenómeno con los exabruptos del presidente castellano manchego Barreda contra la dirección socialista por su inacción tras ver cómo las encuestas le auguraban un mal resultado en las elecciones autonómicas del año próximo.

El gobierno de Rodríguez Zapatero ha atravesado sus horas más bajas en vísperas de la elaboración de las cuentas públicas para 2011, de cuya aprobación dependía su supervivencia. La decisión de imponer el duro ajuste adoptada en mayo generó, como es lógico, una comprensible irritación social, tanto por la gravedad de las medidas como por la insuficiencia de las explicaciones dadas para justificar aquel extraordinario viraje político, que reconocía la gravedad de la crisis y la imposibilidad de afrontarla sin grandes sacrificios. Aquella determinación, que provocó la convocatoria de una huelga general, sumió al PSOE en las profundidades de las encuestas y plagó de dificultades el logro de los apoyos indispensables para la aprobación de los Presupuestos; finalmente, PNV y CC han prestado sus votos, a cambio de onerosas contraprestaciones. Y, asegurada la estabilidad, Zapatero ha podido dar el golpe de timón que le permite recuperar la iniciativa.

La situación generada por la recesión es tan excepcional que también había de serlo la reacción gubernamental. Y Zapatero ha optado por provocar una remodelación de síntesis, que aunara las distintas generaciones y las diversas familias que forman el tronco del PSOE. La piedra angular de la operación ha sido Rubalcaba, un potente personaje que actúa como nexo entre el "felipismo" y el "zapaterismo". Después de haber sido uno de los pilares clave de la segunda parte del largo mandato de Felipe González –alcanzó el ministerio de Educación en 1992–, Rubalcaba, nueve años más joven que Felipe González y nueve años mayor que Rodríguez Zapatero, se ha convertido en la clave del arco del presente tras afianzar su sintonía con José Blanco –el verdadero árbitro del aparato– e imponer sus indudables dotes de estratega al propio líder de la opción socialista.

La elevación de Rubalcaba a la primera vicepresidencia, con amplios poderes, cierra, pues, todas las fisuras que la adversidad había abierto en las paredes de Ferraz e incluso pone fin definitivamente a los intentos de ZP de alumbrar un ámbito mediático y social propio, distinto del que había creado González. La situación de emergencia en que se halla el partido gubernamental –la recesión global ha arrasado cuanto ha hallado a su paso, con independencia de colores e ideologías– ha provocado, en fin, el reagrupamiento de todas las energías del centro-izquierda en una reacción de supervivencia que podrá tener éxito o no –quedan diecisiete meses para las elecciones generales– pero que obliga a todos los actores políticos a disponerse a un gran debate preelectoral.

En otras palabras, Rajoy ya no podrá abandonarse en el absentismo que le aconseja su sociólogo de cabecera: tendrá que pelear frente a un correoso Rubalcaba que hay recibido el inefable encargo de sostener sobre sus hombros todo el proyecto socialista. Habrá, pues, partido, y aún no está decidido el resultado.