En la mesa de al lado merendaban un feo y una fea de mediana edad. Si la fealdad de cada uno, aisladamente considerada, era cruel, la suma de las dos resultaba inhumana. Tan feos eran que no se podía dejar de mirarlos. Pero ellos, enfrascados en su conversación, permanecían ajenos a la curiosidad de los clientes y camareros de la cafetería. Daban la impresión de vivir dentro de una burbuja que los aislaba del mundo. Tanto era así que cuando me sirvieron el gin tonic cambié descaradamente de silla para observarlos y escucharlos mejor. Pensé que si su conversación resultaba tan intensa como sus rostros, el momento sería inolvidable. Hablaban de un jugo adhesivo que segregan las patas de las salamanquesas gracias al cual pueden correr por las paredes y los techos como si la fuerza de la gravedad no fuera con ellas. La fea aseguraba haber visto esa madrugada en la tele un documental sobre patas.

-¿Sobre patas? –preguntaba el feo.

-Sí, sí –decía ella–, un documental sobre las patas de las moscas, de las cucarachas y del cangrejo de mar. También del ciempiés.

Me gustan mucho los cangrejos de mar, por lo que me molestó que los colocara en el mismo contexto que a las cucarachas y a las moscas. Para quitarme el mal sabor de boca di un trago que me supo a chinche. Mi padre decía que la ginebra sabía a chinche, aunque jamás había probado uno de estos animales. Yo también sé a qué sabe el curocromo sin haberlo bebido. Rarezas del gusto.

-Soy muy partidario de las cucarachas –dijo el feo.

-¿Hasta dónde de partidario? –preguntó la fea.

-Hasta el punto –dijo él– de que no me importaría tener por presidenta del gobierno o de reina a una cucaracha.

-Tendría que ser una cucaracha enorme –dijo la fea.

-Claro, de nuestro tamaño –dijo él.

Entonces la fea se ruborizó, como si el feo la acabara de piropear. Y en ese instante, milagrosamente, ambos devinieron en dos seres de una belleza sobrenatural.

Tuve que pedir otro gin tonic.