Hace apenas unos meses falleció el gran historiador inglés Tony Judt habiendo entregado a imprenta lo que podemos considerar su testamento ideológico y político. Algo va mal se titula el libro, quizás –y son palabras de Ramón González Férriz– la defensa más ferviente y mejor fundamentada de las virtudes y las fortalezas de la socialdemocracia clásica, aquélla que se formó y creció al albur del desenlace de la II Guerra Mundial y que, de un modo u otro, ha ido articulando la convivencia democrática del último medio siglo. Judt habla de la socialdemocracia –o de su coetáneo, el Estado del Bienestar– como el gran logro político de la posguerra y sostiene que su quiebra, alentada por factores internos y externos, apunta al eclipse de Europa y de su cultura. Entroncando de algún modo con elementos de la crítica conservadora, Judt argumenta que el problema de Occidente es haber sustituido el armazón de derechos y deberes que le daba consistencia por una sentimentalidad de corte posmoderno con fuertes rasgos hedónicos e individualistas. Esta implosión es interna –a derecha y a izquierda del espectro político, con sus respectivas derivaciones relativistas o multiculturales–, pero a la vez externa. Quiero decir que además hay dos shocks que se superponen, como son la aparición de la nueva geografía emergente –Asia y Brasil, sobre todo– y el crack demográfico. The New York Times, precisamente, hablaba sobre este último punto el pasado fin de semana: el futuro pertenece a las naciones jóvenes, venía a concluir. Es fácil adivinar el motivo.

Pietro Citati dice algo interesante al respecto en su libro sobre Ulises. Para el ensayista italiano, lo característico de Occidente sería su capacidad de riesgo, de aventura, de desafiar los límites evidentes. El sociólogo polaco Zygmunt Bauman reflexiona de un modo similar en su ensayo sobre Europa. Esta actitud tiene que ver con la cultura –con un sentido lineal y evolutivo de la historia, de origen greco-judío–, pero también con la juventud de las sociedades. Una nación envejecida es, lógicamente, una nación más débil y, sobre todo, adolece de una menor tolerancia al riesgo y al cambio. Si, como aseguraba Vilfredo Pareto, "la historia es el cementerio de las aristocracias", también podríamos decir que la historia es el cementerio de las sociedades envejecidas y hedonistas. En la Europa actual, además, concurren el miedo al cambio, al fracaso, al otro, sea quien sea este otro. Una sociedad joven se adapta con más facilidad a las nuevas tecnologías y, al parecer, debería saber interpretar mejor el sentido de las transformaciones de la globalización. Por otro lado, las cargas financieras del Estado de Bienestar resultan insostenibles cuando el proceso de sustitución generacional se detiene, a pesar de que el incremento de productividad logre atemperar algunas de las consecuencias del envejecimiento de la población. Todo ello deriva de las políticas de natalidad –o de su ausencia, en el caso español– y de la cultura hedonista, aunque también señala un camino para la socialdemocracia y el Estado del Bienestar. Algo va mal, titula Tony Judt y, en efecto, algo va mal.