En 1979, Miguel Velasco –como firmaba entonces– tenía 16 años y obtuvo un accésit del Premio Adonais –el más clásico entre los de poesía española– con su libro Sobre el silencio y otros llantos. Es posible incluso que en la fecha de concesión de ese accésit, Velasco –que se llamaba Miguel Ángel Pons Pereda-Velasco– todavía tuviera quince años. Dos años después obtenía el flamante Premio Adonais con su segundo libro, Las berlinas del sueño. ¿Por qué digo flamante, cuando el Adonais no es –ni era ya– un premio flamante? Porque hubo un momento –y de ese momento fue protagonista Velasco– en que el premio Adonais regresó a la palestra con una escritura que podríamos tildar de surrealismo esteticista y que tuvo gran acogida. Ese momento duró dos años entre el accésit y el premio a Miguel Velasco por Las berlinas del sueño, con cresta en 1980, que fue cuando lo ganó Blanca Andreu con su popular De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall. Fueron, tanto uno como otro, dos libros afortunados en los medios. Frente al de Blanca Andreu hubo un verdadero despliegue mediático de gran contundencia, con El País, por un lado, y Ansón, por el otro, de comandantes. Un crítico tan exigente –y diferente– como Ullán elogió el libro ganador y elogió a su autora como sólo nos tenía acostumbrados con la copla y la música popular. De su título se dijo que era de Umbral (y algunos, en Madrid, dijeron que algo más también y no se referían a los versos). Se habló del fin del dominio novísimo –aún no había llegado el dominio de la experiencia– y se citó al hechicero de la Generación del 50: el autor de Don de la ebriedad. Hacía cierto tiempo que no se depositaban tantas esperanzas ni en el Adonais, ni en la renovación de la poesía española. (Y hablo, se entiende, de la crítica especializada, es decir, el establishment).

En medio del entusiasmo causado por esa supuesta renovación (¿cuántos entusiasmos efímeros no habremos visto los que ya empezamos a ser mayores?, ¿cuántos abandonos a medio camino?), fue premiado Miguel Velasco y tuvo a sus pies el armiño y la púrpura, los laureles y las berlinas –entonces todavía refulgentes– de la crítica. Tenía 17 años. Era un estudiante de COU y todo eso debió de parecerle un sueño al que se encaramó desde su altura física y sus granos de acné en el rostro. Así lo recuerdo, llegando al Bar Bosch: el pelo rubio y ondulado, un abrigo azul a lo Umbral –de nuevo Umbral, que también se fijó en él– y un bastón en la mano. Velasco jugaba a una especie de dandismo decimonónico –en un momento en que la cultura pop-rock ya había apurado bastante eso– pero era muy joven y todo podía disculpársele. Aunque la sensación que daba era que en ese momento ya no pisaba el suelo y que su territorio era de otro mundo. Desde luego, no estaba en éste. Y éste incluía, también, Mallorca. ¿Pero quien dice que un poeta –o un aprendiz de poeta, dicho sin ningún desprecio, como era el caso– debe pisar el suelo? ¿O que su territorio sea el que habitan los demás? Yo, un embajador de La Otra Parte, escribió Robert Graves. El poeta es un médium, subrayó Perucho. Algo de eso iba a desarrollarse con potencia en Velasco al cabo de los años. Entonces todavía no. Entonces primaban –aunque no lo supiera– los males que la Fortuna desparrama sobre aquellos a los que elige demasiado temprano, ya que sólo en el combate contra esos males se madura y suele ser a un precio muy alto y sólo si se logra la victoria. Hay que reconocer que contra los caprichos de una diosa, es difícil.

De esa época recuerdo algunas cosas. Por ejemplo que Basilio Baltasar –que entonces dirigía la colección Arxipèlag de la universidad y organizaba algún ciclo de conferencias en la UIB– lo acogió y ayudó, introduciéndole en esa misma universidad para que hablara de su poesía y de la Poesía. Recuerdo que Velasco tenía una gran devoción por su madre y de ella hablaba en las entrevistas. De hecho, el apellido Velasco le venía dado por línea materna y se había saltado el Pons paterno al que no debía de ver mucho brillo, bien culturalista, bien eufónico. Recuerdo su extraordinaria facilidad para la pedrería de las palabras y algunas imágenes impactantes: "desafío al mediodía con la febril espada de un pez". Recuerdo que seguía apareciendo en las páginas literarias de los periódicos nacionales junto al nombre de Blanca Andreu y la palabra renovación. Recuerdo que viajaba a Madrid y se le veía poco por Palma, no tanto al menos como justo después del Adonais. Recuerdo que escribía un libro que no llegaba a aparecer hasta que ganó el Premio Internacional Ciudad de Melilla, seis años más tarde. Se titulaba Pericoloso Sporgersi –"Te he visto llorar por los antifaces olvidados en las peceras", dice uno de sus versos– y que ese libro se mantenía en la misma línea que el anterior. Pero también recuerdo que al cabo de un tiempo dejó de hablarse de él. Me refiero a Palma, su ciudad natal, que nada tenía que ver –ni como visitante camuflado– en esos tres primeros libros. Él repito, apuntaba a otros territorios que fueron derivando de la imaginería verbal a cierta voluntad metafísica. Pero aún había que esperar.

Apenas nada se supo de él y fue Carlos Jover –cuando la literatura le tentaba más que la política o el arte contemporáneo– quien me dijo que lo había visto en Madrid. Que llevaba una vida de ermitaño, de clausura absoluta, de estudio obsesivo, dijo Jover. Recuerdo esas palabras –que reproduzo literalmente– somo si me las dijera ahora. Recuerdo también que en ese momento nació en mí cierta curiosidad (inexistente hasta entonces) por Miguel Ángel Velasco –que así era como había firmado ya su tercer libro– y lo imaginé inclinado sobre una mesa leyendo, no sé por qué, a Mircea Elíade. Recuerdo que esa curiosidad se mantuvo y la imagen de él recuperando el tiempo perdido –esa fue la impresión que me causaron las palabras de Jover– me inspiraron, por primera vez, si no respeto, sí atención. Atención por aquel nuevo Velasco que, encerrado, se apartaba de los laureles primeros y apostaba por otra cosa más alta: eso que llamamos Poesía. Luego –o al mismo tiempo, ya no recuerdo– se dijo que paraba por Zamora, por la comuna libertaria del poeta García Calvo y su mujer. Y ahí quedó Miguel Ángel Velasco, como un miembro más de un ente difuminado, esa comuna poética, sin que supiéramos muy bien qué estaba haciendo allí. Aunque también es verdad que nunca habíamos sabido lo que de verdad hacía Velasco –él había cortado amarras (salvo familiares) con la isla–, al margen de que nunca se sepa lo que de verdad hace o deshace nadie. Al margen, también, de que ese individualismo centrífugo suyo fuera de raíz netamente insular.

Pasó el tiempo y con él y en él la metamorfosis del poeta. Entramos en los 90. Miguel Ángel Velasco –ya obsoleto ese primer Miguel Velasco hasta en el nombre– reapareció con un libro en Pre-Textos que hablaba de la muerte del padre y de las semanas de vela en Son Dureta, con todas sus letras. En ese libro había ya un poeta distinto y una fuerza distinta. Vivía, se dijo, en un pueblo del Levante peninsular y al hablar de Levante no era difícil imaginarlo bajo la sombra de Brines y en la amistad de Carlos Marzal y, sobre todo, Vicente Gallego. Ahí el tiempo se llama El sermón del fresno y, después, la apoteosis de La miel salvaje, que fue Premio Loewe en 2003. Y todo mi respeto y admiración poéticos ante él. Cuando leí ese libro me di cuenta de que Velasco se había convertido en un poeta único y que su imaginería estaba ahora llena de trascendencia. Él mismo se había convertido –físicamente, quiero decir– en una especie de Alberto Durero en su primer autorretrato y en un ser del otro lado, algo que se reflejaba, precisamente, en su dicción, de una rara afectación. Ese poeta tenía un mundo, era en sí un mundo y ninguno de esos dos mundos tenía ya que ver con este mundo. La casa de Velasco era la Poesía y esa casa, cuando es exclusiva, encierra también algunos riesgos. Recuerdo que pensé en Dylan Thomas y en ciertos pasajes de Graves. En ellos pensé al acabar mi lectura de La miel salvaje. En ellos y en que Miguel Ángel Velasco le había ganado con creces la batalla a la diosa Fortuna de Miguel Velasco.

Ahora dicen que ha muerto y no es cierto. Nadie que haya escrito un libro como La miel salvaje muere, porque es en el sacrificio y la celebración que encierra un libro así donde se ha muerto y renacido y no sólo una vez. Si no, no podría haberse escrito. Pero una cosa es evidente: Velasco fue poeta, no escritor, ni novelista, ni frecuentó periódicos como colaborador. Su presencia era desde la ausencia. Miguel Ángel Velasco se supo poeta y se quería poeta y en la combustión de esa voluntad y de ese destino ha fallecido. Lo digo porque la celebración del misterio de la poesía no es cosa, precisamente, de muchos. Ni siquiera de pocos. Es de muy pocos. Y no del mundo, por premios que se ganen –y obtuvo algunos de los mejores– o se escriba en una lengua o en otra. Miguel Ángel Velasco sabía eso y le importaba un bledo; también de esto estoy seguro. Su mundo era otro y fue –pasados los vanos destellos del origen– un mundo pleno. Ahí está: para quien quiera conocerlo, si no lo ha hecho ya.