He de confesar que dos de mis nenas favoritas me han brindado una agradable sorpresa durante la semana. Me refiero a la actriz Helen Mirren y a la compositora Carole King. A simple vista no tienen nada en común salvo que comparten un rinconcito en mi corazón. Pero quizá no sea casual que ambas hayan rebasado holgadamente los sesenta años sin perder –más bien lo contrario– muchas de sus cualidades. Es cierto que la primera, esta vez, no ha saltado a la palestra por una de sus soberbias actuaciones como "La reina", que le valió un oscar, sino por aparecer desnuda en un semanario de Nueva York. La imagen remitía en realidad a una escena de su nuevo film donde interpreta el papel de una madame que regentó el primer gran burdel de lujo de Nevada. Pero el gesto de Mirren no debería extrañar a nadie. Desde los primeros tiempos de su carrera ella no ha tenido reparo en quitarse la túnica. Remember Calígula. ¡Pam! El debate se centra más bien en si una dama de sesenta y cinco años debe mostrar su cuerpo tal como el Señor y la comadrona la trajeron al mundo. Si le place, lo tengo muy claro. Afirmativo.

En cuanto a Carole King, nunca gastó el body de Helen. Pero deberían verla en un excelente concierto Live in Tokio, que acaba de salir en dvd, donde se marca uno de los mejores recitales que haya hecho jamás un cantautor –macho o hembra– en un escenario. ¡Y con sesenta y ocho tacos¡ Una hora y media para la historia, un prodigio de sencillez, talento, buen gusto, entrega, experiencia, encanto, y compendio de toda una vida. Es cierto que Carole pasó el sarampión de la menopausia como todas, tratando de combatir lo inevitable. Fue en su concierto de 1994, espléndido también, pero donde aparecía en plan rockerilla buenorra y dando unos saltos que la debieron dejar baldada durante un mes. Pero hay un momento maravilloso, una hora epifánica, en que la mujer deja por fin de luchar contra el tiempo. Olvida las tonterías. Y se pone a favor de él. Sólo entonces el tiempo, convertido en aliado, le permite beber en el manantial de la sabiduría y de la serenidad. Qué lección, me dije yo, el de Helen bañándose en cueros, como una reina, mientras las ubres le llegan hasta el ombligo.

Y qué lección, también, la de Carole, con su napia de judía de Brooklyn, con el rostro lleno de arrugas, con los morritos de siempre, con la cabellera blanca como una bruja buena. Y pasándose por el forro las injurias de la edad y las tentaciones del quirófano. No hace falta ser mujer para proclamarlo bien alto. Cuanto más dejemos fluir libremente las aguas del tiempo en nosotros, más nos pareceremos al que fuimos siempre. Y al que estamos destinados, que no condenados, a ser hasta el final. Mis nenas de sesenta largos lo saben. Helen, Carole. Que cunda el ejemplo. Y honor a ellas.