Durante muchos años se nos ha repetido que los problemas educativos tenían un origen económico. "Hacen falta más inversiones, más recursos y más dinero", repetían los sindicalistas y los expertos en no se sabe muy bien qué, pero el tiempo parece demostrar que la falta de recursos económicos no explica los dramáticos fracasos de nuestra enseñanza. Si sólo un cinco por ciento de los escolares de Primaria en Balears sabe resumir un texto, eso significa que un gran número de alumnos rozan el analfabetismo funcional, pero por alguna razón misteriosa los debates educativos sólo se centran en temas como la financiación o la lengua o la enseñanza de la Religión (como si la Religión pudiera enseñarse, dicho sea de paso). Y además, la izquierda intelectual que tanto protesta contra los crímenes franquistas guarda un inexplicable silencio sobre la enseñanza. El caso es que nadie parece fijarse en lo esencial y todo el mundo se aferra a los tópicos.

Para empezar, no se puede afirmar que el origen de los problemas sea la falta de financiación, porque la enseñanza pública recibe una ingente cantidad de recursos. Según leo en un artículo de Julián Ruiz-Bravo y Arturo Muñoz, en los centros educativos de ESO hay coordinadores de Medio Ambiente, de Solidaridad, de Lingüística, de Actividades Extraescolares, de Riesgos Laborales y de Convivencia. Es cierto que podría añadirse un coordinador de Ball de Bot y otro de Alimentación Macrobiótica, pero parecen muchos coordinadores para unos alumnos que terminan la Enseñanza Primaria sin ser capaces de resumir un texto muy simple con un mínimo de coherencia. ¿Para qué sirven los coordinadores de Riesgos Laborales? ¿Y los de Solidaridad? A lo mejor convendría que se pusieran a enseñar a sus alumnos a escribir una frase con sujeto, verbo y predicado. O a interpretar un cuento fantástico. O a resumir por escrito una película que hayan visto. O a memorizar una canción, aunque fuera un rap. O mejor aún, a inventarse un rap.

Mi impresión es que el problema más grave de la educación no es económico, sino de una pésima concepción global y de una lamentable falta de motivación, tanto por parte del profesorado como de los alumnos. Se enseñan demasiadas materias superfluas y se descuidan los conocimientos elementales. Cada vez que ayudo a mi hijo a hacer los deberes, me pregunto cómo puede interesarse por las materias que le hacen aprender. De los programas ha desaparecido la geografía física (montañas, ríos, lagos), que ha sido sustituida por un concepto nebuloso que recibe el nombre de "Conocimiento e Interacción con el mundo físico", tras el cual se esconden temas como el alcantarillado o las elecciones municipales, materias apasionantes que harían dormirse de pie a un cocainómano. Y además está la obsesión enfermiza por lo próximo y lo autonómico. Para nuestros programadores educativos, por ejemplo, Lloseta es más importante que el río Amazonas, aunque cualquier niño normal se sienta fascinado por el río Amazonas y más bien desanimado por los atractivos –sin duda innegables– de Lloseta. Pero nuestras obsesiones identitarias nos llevan a estos absurdos. Algún día se deberá hacer un cálculo de los disparates educativos que se han cometido en nombre de la sagrada e intocable Identidad.

También creo que la selección del profesorado se hace con criterios erróneos. Mientras no se valoren la imaginación, el humor, el entusiasmo o la capacidad de improvisar, los alumnos tendrán que soportar a muchos profesores que no creen en lo que hacen ni sienten ningún interés por la materia que explican. Por suerte, guardo una imagen que es la mayor lección que se puede recibir en un centro educativo. La protagonizó el profesor Josep Antoni Grimalt, el día que entró en clase a toda prisa, acalorado y excitado porque acababa de comprar un libro de lingüística de Eugenio Coseriu. A mí no me gusta la lingüística, pero nunca olvidaré el gesto sensual con que el profesor Grimalt acariciaba el libro. "Ara, en sortir de classe, el començaré a llegir, i no em dormiré, estic segur, fins que l´hagi acabat". Ese entusiasmo de un profesor vale por mil coordinadores de Riesgos Laborales, aunque estoy seguro que en nuestros centros educativos hay que soportar a mil coordinadores de Riesgos Laborales antes de encontrarse con un gesto tan simple como ése de acariciar un libro. ¿O no?