La polémica suscitada por el veto de los organizadores de la marcha del Orgullo Gay a la presencia de una representación de gays israelíes en represalia a la agresión a la "flotilla de la paz" que pretendía llegar a Gaza, veto contestado por sectores de opinión que se oponen a tal exclusión, pone de manifiesto el sesgo irracional que está adquiriendo el conflicto del Próximo Oriente a los ojos de la opinión pública europea en general y española en particular.

El conflicto, que ha pervivido con incesante inflación desde la proclamación del Estado de Israel el 14 de mayo de 1948, es de una complejidad extrema por cuanto al viejo problema territorial, complicado por las sucesivas guerras árabe-israelíes, se ha superpuesto la tensión derivada del surgimiento del islamismo radical, al que se vinculan algunas corrientes palestinas. Asimismo, la desaparición de los antiguos bloques ha desestabilizado aún más la zona.

Es obvio que tanta complejidad dificulta los análisis objetivos. Pero hay algunas evidencias críticas que no se pueden negar. Israel es una democracia de corte occidental, un Estado de Derecho que, sin embargo, ha de dar preferencia a su seguridad, de la que depende su supervivencia, sobre cualquier otra consideración; en cualquier caso, la dureza de Israel es reprobable con frecuencia, e inaceptable en muchas ocasiones. Y sus excesos han de ser denunciados con el énfasis pertinente, sin incurrir en el error de pensar que el pasado –el Holocausto y diversas persecuciones anteriores– puede justificar de algún modo los abusos del presente. Criticar a Israel no es, ni de lejos, ser antisionista.

Frente al Estado judío, la población palestina, expulsada parcialmente de su territorio sin derecho a retorno y sometida al imperium israelí tras intentar infructuosamente de vencerlo militarmente, está sometida a una dura colonización, que a su vez genera una respuesta violenta. No es cosa de entrar en el espinoso asunto de si los contendientes recurren o no al "terrorismo" contra el adversario; en todo caso, la tensión está tan enquistada que existe un generalizado consenso entre todos los analistas por el cual la paz en la región ya no puede alcanzarse mediante una negociación entre las partes: debe venir impuesta desde fuera. Y sólo los Estados Unidos tienen ascendiente y fuerza suficientes para ello.

Si se relativiza el asunto desde esta óptica que toma en cuenta la complejidad del conflicto, se llegará seguramente a la conclusión de que no tiene sentido simplificarlo ideológicamente. Dicho más claramente, no es necesariamente "progresista" apoyar ciegamente a los palestinos como no es "reaccionario" defender a Israel cuando hay razón objetiva para ello. Y aunque, por puro instinto, las simpatías del observador de una querella se decanten hacia el más débil, no siempre éste tiene toda la razón.

No parece, en fin, que las posiciones radicales con respecto al problema palestino-israelí ayuden a resolverlo, o a crear el clima internacional propicio para su resolución. Frente a la intransigencia y los abusos de Israel siempre podrán alegarse la dureza y los excesos de Hamás. Seguramente no hay simetría pero tampoco monopolio del bien y la verdad. Haríamos, pues, bien recurriendo con más frecuencia a esos matices cuya omisión agrava la polémica y tratando de lubricar el disenso más que de tomar partido con apasionamiento.